La levedad del ser

La levedad del ser

lunes, 19 de diciembre de 2016

De la literatura como juego — Las nueve musas

De la literatura como juego — Las nueve musas

En definitiva, Huizinga estudia deliberadamente la lírica como pura función lúdica, función que sólo disminuye cuando pierde contacto con lo musical y se acerca a lo intelectual o reflexivo. La poesía épica, cuando deja de ser recitado público para convertirse en lectura, también rompe su conexión con la esfera lúdica.

domingo, 18 de diciembre de 2016

viernes, 25 de noviembre de 2016

La literatura es espejo y transformación. Entrevista con el escritor José Acevedo - LIBROS y LETRAS | Literatura. Colombia y América Latina

La literatura es espejo y transformación. Entrevista con el escritor José Acevedo - LIBROS y LETRAS | Literatura. Colombia y América Latina

No. 7605 Bogotá, Viernes 25 de Noviembre de 2016 


Mientras unos dan plomo, nosotros damos pluma
Jorge Consuegra


Por: Alejandro Quintana / Barcelona, España.


En esta entrevista el autor sevillano nos habla de su nueva obra Metamorfosis y otros relatos. 49 sombras + 1, pero también nos deja ver su perspectiva sobre otras metamorfosis: la social, la individual, la literaria. “Metamorfosis es hacer de la rutina un sueño, del sueño una realidad... Tal vez la verdadera Metamorfosis deba estar orientada a darles herramientas a las personas para que sean ellas los verdaderos artífices de su futuro. Todo lo demás es mentira”.

Tras dos exitosos libros Relatos para la tortura de un abandonado doméstico y Carlos y alguien más, Ediciones Carena vuelve a apostar por la obra de José Acevedo (Sevilla, 1965), un creador multifacético que hoy reside en Jerez de la Frontera. Su nuevo libro es un desafío a la imaginación del lector. Desafíos que le apasionan a Acevedo hasta el punto de que tienen que ver con la mirada que asume para vivir y observar. Metamorfosis y otros relatos. 49 + 1 sombras, contiene una ilustración de Gonzalo Seis por cada historia más la portada. En esta entrevista el autor, trabajador social amante de los libros, confronta sus mundos y los de los otros. Para él, Literatura y realidad forman parte de un mismo mundo donde conviven poderosos y dominados. Cada quien expuesto a vivir su propia metamorfosis. En este encuentro José Acevedo también nos revela algunos puntos que le unen con Franz Kafka, como que los dos trabajaron para una compañía de seguros. El 17 de diciembre Metamorfosis y otros relatos se presentará, por primera vez, en la librería La Sombra de Madrid. La actriz Estela Perdomo realizará una lectura dramatizada de sus relatos, mientras el escritor Edgar Borges compartirá diálogo con el sevillano. 



-¿Qué cuenta la obra en general de José Acevedo?

La obra de José Acevedo es un mundo. Un mundo construido desde que a los doce o trece años se plantea ser escritor, pero un escritor de historias que pudieran emocionar al propio José Acevedo. Es por ello, que muchas personas cercanas le hayan dicho siempre que “tú escribes para ti, no para los demás”. Y por supuesto que José Acevedo escribe para sí mismo. Ese mundo de José Acevedo está compuesto por historias contadas por maestros de las letras que fue conociendo a lo largo de esos años y, por supuesto, por el mundo que le rodeaba al propio autor, por las personas que han compartido momentos con él, aunque sean unas horas: alguien que ve en un banco meditabundo o acostado, alguien que duerme sobre un cartón en el interior de un cajero automático, alguien que espera en el velador de una terraza mientras espera previsiblemente a otra persona, o no. Porque el mundo literario de José Acevedo es tan extraño, que podría compararse con la fantasía, o con la realidad; con el blanco y negro, o con el color… Es, simplemente, el mundo que nos rodea visto por sus propios ojos, los que le acompañan desde que tiene uso de razón.





- ¿Qué clase de literatura lee? ¿Le gustan otras artes?

- He leído mucho desde que tenía doce o trece años, pero siempre de una manera ordenada, sí, por territorios definidos y diferenciados: literatura española, literatura hispanoamericana, literatura rusa, literatura inglesa, literatura italiana, literatura alemana, literatura francesa, literatura asiática o literatura norteamericana… Un autor determinado me iba introduciendo en otro, buscando similitudes entre ellos. De todos esos autores fui aprendiendo y sacando unas enseñanzas, incluso de los menos buenos, porque cada autor, escriba lo que escriba, tiene algo que aportar. Pero de todos ellos, se pueden entresacar algunos, más por la forma de contar sus historias, que por las historias en sí que contaban: me enamoré perdidamente de la literatura francesa después de leer a Balzac. De ahí llegué hasta Boris Vian y George Perec. Un casual primer viaje a Praga, me condujo a la oscuridad de sus calles y a la obra de Kafka. La eclosión del realismo mágico en mis años de estudiante me llevaron hasta dos autores tan distantes y distintos: Cortázar y Bryce-Echenique. 

Alguien que me conoce muy de cerca desde la adolescencia, me pone en el camino, hace unos pocos años, de Paul Auster y Murakami, descubriendo, a través del primero, los entresijos de la literatura norteamericana contemporánea: A.M. Homes y Jeffrey Eugenides. 

Seguramente me olvide de muchos otros, pero todos los anteriores conforman mi universos literario, un universo cada vez más selectivo.

En cuanto a otras artes, soy de los que piensan que si Salvador Dalí y Andy Warhol pueden considerarse arte, por supuesto que me gustan otras artes. Sobre todo la pintura, sobre todo la colorida, como si se tratase de un contraste con sus gustos literarios tan oscuros.



- ¿Por qué La metamorfosis y otros relatos? ¿Por qué ese subtítulo de 49+1 sombras

- Primero aclarar que no es “La Metamorfosis…”, sino “Metamorfosis”, el artículo “La”, mejor dejárselo en exclusividad a Franz Kafka. Con este título no pretendo hacer un remake de la obra del autor checo, sería una tontería. Simplemente, mi lado erótico me llevó a escribir un relato con el nombre de “Metamorfosis” que abre este libro. Todas las demás historias fueron construyéndose en mi cabeza desde finales de 2013 hasta poco antes del verano. Una mezcla de todas sus preocupaciones, visiones, realidades o, simplemente, cosas que veía y quería que los demás también vieran a través de mis palabras. Fue cuestión de ir sumando historias. Cuando salieron “Relatos para la tortura de un abandonado doméstico”, mi amigo Jesús me dijo, “Las 50 sombras de José”. Ahí se quedó la frase, la terrible frase que, un par de años después, se convierten en 49 relatos, cada uno con una ilustración de Gonzalo Seis, más una que le sirve de portada, la sombra número 49+1. Podría tratarse de un homenaje a algo, pero seguro que nunca a la obra de E.L. James. Más bien a un tema de fondo, del que confieso ser reincidente, como puede ser mi particular visión del erotismo. Un tema que se desarrolla a través de las 49+1 imágenes, que no en sus cuarenta y nueve pequeñas historias.






- Por el título presumo que Franz Kafka juega un papel muy importante en su obra.

- Como antes he comentado, nunca se me pasó por la cabeza emular La metamorfosis y otros relatos de Franz Kafka. También es cierto que he viajado varias veces a su Praga en busca del encanto oscuro de sus calles, o que he paseado con una camiseta negra con el perfil del autor checo y su nombre, o que, incluso como éste, llegué a trabajar en una compañía de seguros. Pero Carlos, el personaje de mi relato, no tiene nada que ver con Gregor Samsa, más allá de convertirse en algo distinto de la noche a la mañana, de la mañana a la noche, sin convertir su metamorfosis en algo extraordinario, en algo dramático. No, sino en la naturalidad de una vida diaria que ha dejado de sorprendernos por completo. ¿Lo demás? Oscuridad, temas que a los ojos de los demás pueden parecen sorprendentes, y que no lo son tanto; funcionamiento del poder que es el que es, el perseguir sueños que pueden llegar a cumplirse por muy peregrinos que sean. Puede que en una sociedad contemporánea Franz Kafka pudiera escribir lo que escribe José Acevedo, no lo sabemos, pero también puede que ser que si José Acevedo viviera en la Praga de principios del XIX, pudiera visualizarla como su amigo lo hacía entonces.



- ¿Cuál es su desafío literario ante la realidad?

Para mí la literatura puede ser un espejo donde se refleja la realidad, pero también un camino donde se puedan transformar las realidades. Eso es Metamorfosis. Como escribo en “Un mundo llamado poesía”, una niña, Eva, de tan sólo nueve años, es capaz de transformar un mundo llamado Tristeza, en un paseo por un París del mañana, en un transitar infinito por Poesía; como si borrando con una goma, como si imaginando con toda la fuerza necesaria, fuese posible, cambiar la realidad que nos rodea por otra más igualitaria, más cercana, más justa. La literatura sólo es un instrumento más.




- Desde su condición de profesor, ¿qué nos enseña la literatura que no entramos en la educación formal?

- Soy profesor en temática social, dada mi condición de trabajador social. Pero tengo clara una cosa, debemos dar a las personas la libertad suficiente para que pueda elegir cuál es el camino para su aprendizaje. Todas las imposiciones resultan a sus ojos, pues eso, imposiciones. Las de los profesores, las de sus padres, las de la sociedad… Cuando algo se impone deja de disfrutarse. Resulta evidente que para un profesor de literatura resulte obligatorio el conocimiento de toda la literatura universal, pasada y presente. Pero para los que la literatura es un simple conocimiento a determinadas edades, un simple camino, debemos dejar a la persona que busque, que encuentre, que seleccione, que indague. Mientras leía en el colegio a los clásicos por obligación, me relamía en su interior con lecturas de Bioy Casares, de Boris Vian, de Víctor Hugo. Si la meta es que un niño lea, mejor que lea lo que le guste. Si la meta es que el niño odio la lectura, mejor dejar las cosas como están. Porque lo dice una ley. Amén.



- Mucho se dice que la literatura ha perdido su influencia en la sociedad. ¿Está de acuerdo con esto y, si es así, por qué?

Más bien la literatura se ha diluido. Y lo ha hecho como consecuencia de muchos factores. Muchos pensarán que la pobreza que nos invade y golpea con dureza nos ha abierto los ojos a otras necesidades. Eso es una excusa. Leer es caro, muy caro, pero las bibliotecas están llenas de libros. En otras épocas, también existía la pobreza, pero las personas leían. Más bien se ha impuesto la idea de que no interesa que se lea. No interesa la cultura. Cualquiera escribe y se autoedita. Prolifera el cine fácil para pensar lo menos preciso. La tecnología se ha impuesto. La gente prefiere comunicarse por medios electrónicos a mantener conversaciones. El alma deja de alimentarse, damos de comer a la memoria, a la competitividad. Son mundos con otras demandas, y nos dejamos llevar por las demandas del mundo, sin reclamar las nuestras. Y son esas personas que han apagado las almas, las que desde sus posiciones de poder, compiten con los escritores difundiendo su forma de ver, gobernar y manipular el mundo. Los escritores “con nombre” han entrado también en ese circo, porque de ese circo comen, garantizan mantener su nombre.

La literatura claro que ha perdido toda su influencia, sobre todo cuando sus voces con más nombre se han aliado junto al poder. En mi caso prefiero seguir escribiendo, en mis letras hablar del mundo, pero sin abandonar mi papel de escritor por otro que huele a política y a poder.



- ¿Qué metamorfosis vive la sociedad actual en el mundo?

- Parece que las personas empiezan a despertarse contra el poder, pero es simplemente cierto poder quien manipula a las personas para colocarle en la cumbre. ¿Populismo? Posiblemente. El mundo de los ricos se llena de populismos para luchar contra la invasión de aquellas personas que siguen creyendo, ilusos, en la existencia de un mundo mejor. Un mundo mejor es posible, pero creyendo realmente en las personas, menos en las políticas actuales, mucho menos en los políticos de todos los colores. Tal vez la verdadera Metamorfosis deba estar orientada a darles herramientas a las personas para que sean ellas los verdaderos artífices de su futuro. Todo lo demás es mentira.



*Ilustraciones de Gonzalo Seis.

domingo, 6 de noviembre de 2016

Orhan Pamuk, turco, NOBEL DE LITERATURA 2006

Muchos años antes de que Orhan Pamuk fuera el primer escritor en lengua turca en ganar el Premio Nobel era conocido familiarmente como Corneja. Así lo había bautizado el cocinero de su abuela cuando era un niño: porque se pasaba el tiempo contemplando a las cornejas del tejado de al lado y porque era muy delgado. El mote con el que el cocinero conocía al único hermano de Orhan Pamuk, dos años mayor que él, era La Niñera, porque nunca se separaba de su osito de peluche. Pero La Niñera, hasta poco antes de los dieciocho años, cuando abandonó Estambul para estudiar en Estados Unidos, se hartaba de darle palizas a su hermano pequeño Corneja.
Aunque los hermanos Pamuk se castigaban, se sentían mal cuando se separaban. Así había sucedido cuando, siendo niños, sus padres se marcharon en pareja durante una temporada, dejando a cada uno de sus hijos al cuidado de un familiar diferente. Orhan Pamuk vivió con sus tíos, y allí, de la mano de su tío, poeta y periodista, descubrió, primariamente, la existencia de los escritores, que hacían los libros a los que con tanta pasión se entregaba, y también la existencia del dibujo como disciplina.
Durante muchos años, Orhan Pamuk (Estambul, 1952) se dedicó a la pintura. Sus padres le habían dejado un piso destinado a guardamuebles para que pudiera pintar. Hacía fotografías de Estambul y posteriormente pintaba esas vistas de la ciudad: seguía a Dufy y a los impresionistas, y su arte tenía algo de naif. No era raro que el motivo de sus pinturas fuera Estambul, porque desde hacía tiempo se sentía fascinado por sus calles, por el Bósforo, por sus ruinas, por su antiguo esplendor, por sus gentes, por el contraste entre los barrios ricos “occidentales” en los que él vivía, y a los que estaba destinado por la familia y la clase social a las que pertenecía, y los barrios pobres, que conservaban las costumbres “orientales”, una suerte de desgracia añadida.
     En Estambul. Ciudad y recuerdos, Orhan Pamuk cuenta su vida hasta los veinte años, en que decidió abandonar sus estudios de arquitectura para dedicarse a escribir. Habla de su infancia, vivida sobre todo en interiores. Un doble interior: su vida interior en la casa familiar; aunque también vivida los domingos en la calle, junto al Bósforo, paseando en el Ford Taurus de su padre. Habla de su adolescencia, en la que comienza su vida de flâneur, de solitario caminante por las calles entonces vacías de Estambul, y también su vida de fotógrafo, de mirón, de contador de barcos, de culposo inventor de aventuras sexuales, de lector obsesivo. 
     Como “recuerdos”, este primer tomo de memorias de Orhan Pamuk es estupendo. El retrato de su padre, un extraño fracasado que abandonaba el hogar familiar permanentemente, es fascinante. El retrato de su madre, que combina la ingenua credulidad con el máximo pragmatismo, es tan sesgado como seductor. El análisis de sus propias obsesiones (la existencia de un gemelo en algún otro lugar de la ciudad; el sexo; la culpa; la soledad, el río, la imaginaria “vida criminal”) completa el cuadro, vibrante.
     Tan importante como el “recuerdo” es en el libro la “ciudad”: Estambul. “Al contrario que en las ciudades occidentales que han formado parte de grandes imperios hundidos –escribe Orhan Pamuk–, en Estambul los monumentos históricos no son cosas que se protejan como si estuvieran en un museo, que se expongan, ni de las que se presuma con orgullo. Simplemente, se vive entre ellos”. Esta reflexión forma parte de la teoría general sobre Estambul que defiende Orhan Pamuk: en la ciudad gobierna la amargura. La amargura se parece a la melancolía que definió Richard Burton, pero es esencialmente diferente: “Llega un momento en que, mires donde mires, la sensación de amargura se hace tan patente en la gente y en los paisajes como la bruma que comienza a moverse poco a poco en las aguas del Bósforo las frías noches de invierno cuando de repente sale el sol”. Esa amargura de los habitantes de Estambul no resulta difícil relacionarla con la clásica saudade portuguesa, en la que a la melancolía se le une la espera de un advenimiento.
     Orhan Pamuk intenta racionalizar esa amargura. Analiza cómo fueron los escritores extranjeros, fundamentalmente los franceses, y en especial durante el siglo XIX, quienes forjaron la imagen de Estambul: Flaubert, Gautier, Nerval. La presentaron tópicamente exótica, pero no resultaba difícil que fuera así: había jenízaros, había harén, había palacios, había esclavos, había ruinas... En respuesta a esa interpretación exótica y extranjera respondieron unos cuantos años después algunos escritores de Estambul: en su nacionalismo, intentaron ofrecer una imagen propia de la ciudad, pero sólo lo consiguieron a medias, porque su propia construcción como escritores se basaba en buena medida en la literatura occidental, aunque tuviera anclajes en la literatura del “Diván”. 
     El más increíble de estos escritores turcos, y al que Orhan Pamuk dedica un retrato y un análisis muy atractivos, fue Resat Ekrem Koçu, homosexual y solitario, autor de una inacabada y fascinante Enciclopedia de Estambul, la primera del mundo dedicada a una sola ciudad.
     En el libro no se eluden las cuestiones histórico-políticas, y Orhan Pamuk habla de los golpes militares que acontecían “no por miedo a los ataques de la izquierda (de hecho, en Turquía nunca ha existido un movimiento izquierdista lo bastante fuerte), sino, sobre todo, porque un día las clases inferiores y los ricos provincianos podían hacer bandera de la religión y unirse contra su estilo de vida”. Y habla de la religión, del “islam político, que tiene mucho menos que ver con ella de lo que habitualmente se cree”. Y habla de los conflictos lingüísticos: cómo han desaparecido de Estambul las lenguas que tradicionalmente se hablaban y cómo se impide en Turquía que las minorías puedan expresarse en su lengua. Sin duda su juicio por las declaraciones que había realizado al periódico suizo Tages Angeizer (en las que afirmaba que en Turquía habían sido asesinados un millón de armenios y 35.000 kurdos, y que no eran muy diferentes a las que había plasmado en El libro negro) ayudó a situarle en el primer plano de la escena literaria mundial. 
     El galardón sueco no premia esa opinión, sino a un poderoso narrador.
     Estambul. Ciudad y recuerdos es el mejor libro de Orhan Pamuk. Mejor que Nieve y mejor que Me llamo Rojo. La existencia cierta de los protagonistas y la presencia tan rotunda de la ciudad le conceden al libro una enorme y emocionante verdad. ~

Explorador que avanza – Enrique Vila-Matas.


Enrique_Vila-Matas_cr
“No está entre los clásicos que aprecian los españoles todos. Lo sé. Por eso avanzo”.
«Soy consciente de que todo cuanto la literatura puede enseñarnos (creo que lo decía un clásico, no sé cuál) no son métodos prácticos, sino sólo las posiciones. El resto es una lección que no debe extraerse de la literatura, es la vida la que debe enseñarla. Es más, tal vez sólo aprendiendo de ella uno puede acabar haciéndose con un estilo literario. Y cuando hablo de estilo me refiero a intentar lograr un espacio y un color interno en la página, un sistema de coordenadas esenciales para expresar nuestra relación con el mundo: una posición frente a la vida, un estilo tanto en la expresión literaria como en la conciencia moral.
Siempre he querido saber si estaba con aquellos escritores –Tolstoi, por ejemplo– para quienes la existencia tiene, a pesar de todas las angustias que nos crea, un sentido, una unidad. O bien con aquellos –Kafka, Beckett– que nos han revelado la insuficiencia e irrealidad de la vida, el sinsentido de ésta: todos esos escritores que nos han descubierto la imposibilidad de vivir y de escribir, y que nos han puesto en contacto con la odisea moderna del individuo que no vuelve a casa y se pierde y se disgrega, experimentando la insensatez del mundo y lo intolerable que es la existencia.
Si Claudio Magris hubiera leído esto, tal vez ahora me preguntaría –como a veces él se pregunta a sí mismo– si me reconozco más en Guerra y paz, de Tolstoi, la vida que se cuenta como si fuera una vida plena, o en El hombre sin atributos, de Musil, la vida que se disgrega en la inteligencia, o en La conciencia de Zeno, de Svevo, el más radical, irónico y disimulado viaje al centro de la nada.
Tal vez puedo creer en Dios y al mismo tiempo no creer en nada, por ejemplo. Tal vez puedo mezclar teorías opuestas. Y es más, quizá esto explique por qué a menudo escribo novelas que son mezclas de ensayos y novelas. Después de todo, bien mirada (y ahora la estoy mirando bien), la vida es una mezcla. Quizá mi viaje, el viaje de mi conciencia, sea el que va a la nada, pero construyendo un sólido y contradictorio sistema de coordenadas esenciales para explicar mi relación con la realidad y la ficción, mi relación con el mundo.
¡La realidad y la ficción! Mira por dónde he ido a parar al eterno debate de las letras españolas. Ahora que me acuerdo, ¿por qué esa manía tan española, esa afición tan nacional a preguntarme, siempre que publico un nuevo libro, cuánto hay de real y de autobiográfico en él? Da igual que publique una novela sobre un loco que anda suelto por Veracruz a que publique una sobre la vida de los esquimales en Guanajuato. Siempre la misma cuestión: ¿Qué porcentaje de verdad hay en lo que usted cuenta? Durante un tiempo, con paciencia, me he limitado a dar cuerda al reloj de Nabokov: “La ficción es ficción. Calificar un relato de historia verídica es un insulto al arte y a la verdad. Todo gran escritor es un gran embaucador.” Y punto. Pero ya me he cansado. Y es que, a pesar de que no hay día en que no vea borradas las fronteras entre la realidad y la ficción sobre las que bailo, la pregunta nacional sigue ahí, como un dinosaurio inamovible. ¿Hay realidad en su ficción? ¡Toma ya!, que diría Céline. Últimamente, habiendo publicado un libro sobre París [se refiere a París no se acaba nunca, Anagrama, 2003], me limito a citarles a Boris Vian (“Todo en mi novela es verdad porque está todo inventado”), o bien a mí mismo (“También un relato autobiográfico es una ficción entre muchas posibles”), y muy especialmente a Roland Barthes: “Toda autobiografía es ficcional y toda ficción es autobiográfica.”
Yo creo que mis libros deberían ser vistos como lo que realmente siempre han sido: libros escritos por personajes de novela. Un lector me pregunta ahora: ¿Lo dice de verdad? Y añade: perdone la pregunta, pero es que soy español de la verdad cristiana. Pues claro que lo digo de verdad, le contesto, pero tenga en cuenta que la verdad no es necesariamente lo opuesto de la ficción. ¿Y está seguro de esto?, me pregunta. Pues tan seguro, le respondo, como de que un dictador (aquel que decía “españoles todos”) está bien muerto, y el realismo de la estirpe de aquel asesino también, aunque no para los españoles todos, muchos de ellos felices viviendo en la mayoría absoluta de su realismo literario de serrín y caspa. Porque España, a pesar de la tan traída y llevada modernidad de Almodóvar, sigue siendo un país nada ambiguo y muy plano y zaplano y profunda y obscenamente inculto. Véase, sin ir más lejos, la confusión de los ministros de Aznar entre autor y narrador en el caso del libro del pájaro Migoyo. En España, con notable putrefacción artística, ministros y plebe se abrazan en su única realidad posible: la mayoría absoluta de su realismo sucio de cáscaras de gambas e insulto, serrín y escupitajo.
¡Son tan realistas! Así las cosas, en casa ensayo exiliarme y luego lo cuento, explico que escribo ensayos mezclados con cuentos. Quiero seguir siendo “un explorador que avanza hacia el vacío” (Kafka), y así seguir dándole a mis palabras sentido, dándoles sombra: un sentido que dice que en mi país nada ambiguo no avanzo, pero mi vida lo hará por mí exiliándose. Y bien está que así sea, me digo, mientras pienso en aquel clásico que dijo: “Mirad cómo, bien lejos de vosotros, mi vida avanza tranquila.” Aunque no sé de qué clásico hablo. ¿Sabré en el vacío encontrarlo? No está entre los clásicos que aprecian los españoles todos. Lo sé. Por eso avanzo».
— Enrique Vila-Matas

miércoles, 19 de octubre de 2016

De amor, libros y la vida. La escritora y periodista mexicana en 13 frases


    De amor, libros y la vida. La escritora y periodista mexicana en 13 frases

    Síguenos en:
    twitter.com/Esmas_Mujer
    facebook.com/EsmasMujer

    La escritora mexicana Elena Poniatowska fue distinguida con el premio Cervantes de Literatura. Este premio es considerado el Nobel de las letras en español y la autora mexicana, de 81 años, se convierte en la cuarta mujer galardonada con este reconocimiento desde su creación en 1975.
    Te compartimos nuestras frases favoritas de Elena:
    • "Los libros son parte de la vida interior de cada ser humano. Tener un libro al lado de la cama es tener un amigo, un consejo y un apoyo seguros."
    • "El deber de un intelectual es escribir lo mejor que pueda y hacer su tarea lo mejor que pueda y adquirir un compromiso con lo que se ha propuesto."
    • "Los amores tempranos son los que esperan en las esquinas para ver pasar y después irse a soñar. Son amores que no se tocan pero que se evocan mucho."
    • "La escritura viene en la vida, de la observación de todos los días, de estar escuchando a los demás y de estar tirando mucho al cesto de la basura las cosas que no salen bien. Pero es un trabajo, una disciplina."
    • "Creo que escribir es una especie de psicoanálisis. Porque, quiérase o no, se escribe lo que le sucede a uno, entonces en la mañana puede uno escribir lo que le sucedió en la noche o el día anterior. Y vaciarse de rencores, vaciarse de odios, decepciones y de traiciones también."
    • "Con la práctica adquirimos la intuición de saber cuándo hemos hecho algo bien y entonces lo conservamos".
    • "Las mujeres pueden hablar mejor de sí mismas que muchos escritores pero no creo que la escritura pueda ser femenina. La escritura es y la escritura tiene sentido como escritura. La buena escritura no tiene sexo, es simplemente buena."
    • "El mejor libro es el que voy a hacer, porque si no ya no escribiría."
    • "Las mujeres son las grandes olvidadas de la historia. Los libros son la mejor forma de rendirles homenaje."
    • "Creo que uno nunca es totalmente feliz, nunca dura mucho, tampoco. Uno es feliz por ratitos como la canción que decía mi mamá de Cri-cri: "ahí en la fuente había un churrito se hacía grandote se hacía chiquito". Así es la felicidad, a veces grande, a veces no existe."
    • "Si bien es cierto que un libro no va a cambiar un régimen dictatorial, a la larga resulta invaluable como parte de un cambio social, insensible de un día a otro, pero sensiblemente evidente de una década a la otra."
    • "Muchas veces la gente llora porque encuentran las cosas demasiado bellas. Lo que les hace llorar, no es el deseo de poseerlas, sino esa profunda melancolía que sentimos por todo lo que no es, por todo lo que no alcanza su plenitud. Es la tristeza del arroyo seco, ese caminito que se retuerce sin agua...Del túnel en construcción y nunca terminado, de las caras bonitas con dientes manchados...Es la tristeza de todo lo que no está completo."
    • Poema "En agua de mar"
    Rodeadas de agua por todas partesel mar naufragó dentro de cada una,el faro, en vez de guiarnos, nos desencaminó,golosas, sólo queríamoslo que todas pedimos,amanecer al mundodesfloradas a besos.

martes, 11 de octubre de 2016

EL COLLAR Guy de Maupassant

EL COLLAR

Guy de Maupassant

Era una de esas hermosas y encantadoras criaturas nacidas como por un error del destino en una familia de empleados. Carecía de dote, y no tenía esperanzas de cambiar de posición; no disponía de ningún medio para ser conocida, comprendida, querida, para encontrar un esposo rico y distinguido; y aceptó entonces casarse con un modesto empleado del Ministerio de Instrucción Pública.
No pudiendo adornarse, fue sencilla, pero desgraciada, como una mujer obligada por la suerte a vivir en una esfera inferior a la que le corresponde; porque las mujeres no tienen casta ni raza, pues su belleza, su atractivo y su encanto les sirven de ejecutoria y de familia. Su nativa firmeza, su instinto de elegancia y su flexibilidad de espíritu son para ellas la única jerarquía, que iguala a las hijas del pueblo con las más grandes señoras.
Sufría constantemente, sintiéndose nacida para todas las delicadezas y todos los lujos. Sufría contemplando la pobreza de su hogar, la miseria de las paredes, sus estropeadas sillas, su fea indumentaria. Todas estas cosas, en las cuales ni siquiera habría reparado ninguna otra mujer de su casa, la torturaban y la llenaban de indignación.
La vista de la muchacha bretona que les servía de criada despertaba en ella pesares desolados y delirantes ensueños. Pensaba en las antecámaras mudas, guarnecidas de tapices orientales, alumbradas por altas lámparas de bronce y en los dos pulcros lacayos de calzón corto, dormidos en anchos sillones, amodorrados por el intenso calor de la estufa. Pensaba en los grandes salones colgados de sedas antiguas, en los finos muebles repletos de figurillas inestimables y en los saloncillos coquetones, perfumados, dispuestos para hablar cinco horas con los amigos más íntimos, los hombres famosos y agasajados, cuyas atenciones ambicionan todas las mujeres.
Cuando, a las horas de comer, se sentaba delante de una mesa redonda, cubierta por un mantel de tres días, frente a su esposo, que destapaba la sopera, diciendo con aire de satisfacción: “¡Ah! ¡Qué buen caldo! ¡No hay nada para mí tan excelente como esto!”, pensaba en las comidas delicadas, en los servicios de plata resplandecientes, en los tapices que cubren las paredes con personajes antiguos y aves extrañas dentro de un bosque fantástico; pensaba en los exquisitos y selectos manjares, ofrecidos en fuentes maravillosas; en las galanterías murmuradas y escuchadas con sonrisa de esfinge, al tiempo que se paladea la sonrosada carne de una trucha o un alón de faisán.
No poseía galas femeninas, ni una joya; nada absolutamente y sólo aquello de que carecía le gustaba; no se sentía formada sino para aquellos goces imposibles. ¡Cuánto habría dado por agradar, ser envidiada, ser atractiva y asediada!
Tenía una amiga rica, una compañera de colegio a la cual no quería ir a ver con frecuencia, porque sufría más al regresar a su casa. Días y días pasaba después llorando de pena, de pesar, de desesperación.
Una mañana el marido volvió a su casa con expresión triunfante y agitando en la mano un ancho sobre.
-Mira, mujer -dijo-, aquí tienes una cosa para ti.
Ella rompió vivamente la envoltura y sacó un pliego impreso que decía:
“El ministro de Instrucción Pública y señora ruegan al señor y la señora de Loisel les hagan el honor de pasar la velada del lunes 18 de enero en el hotel del Ministerio.”
En lugar de enloquecer de alegría, como pensaba su esposo, tiró la invitación sobre la mesa, murmurando con desprecio:
-¿Qué haré yo con eso?
-Creí, mujercita mía, que con ello te procuraba una gran satisfacción. ¡Sales tan poco, y es tan oportuna la ocasión que hoy se te presenta!… Te advierto que me ha costado bastante trabajo obtener esa invitación. Todos las buscan, las persiguen; son muy solicitadas y se reparten pocas entre los empleados. Verás allí a todo el mundo oficial.
Clavando en su esposo una mirada llena de angustia, le dijo con impaciencia:
-¿Qué quieres que me ponga para ir allá?
No se había preocupado él de semejante cosa, y balbució:
-Pues el traje que llevas cuando vamos al teatro. Me parece muy bonito…
Se calló, estupefacto, atontado, viendo que su mujer lloraba. Dos gruesas lágrimas se desprendían de sus ojos, lentamente, para rodar por sus mejillas.
El hombre murmuró:
-¿Qué te sucede? Pero ¿qué te sucede?
Mas ella, valientemente, haciendo un esfuerzo, había vencido su pena y respondió con tranquila voz, enjugando sus húmedas mejillas:
-Nada; que no tengo vestido para ir a esa fiesta. Da la invitación a cualquier colega cuya mujer se encuentre mejor provista de ropa que yo.
Él estaba desolado, y dijo:
-Vamos a ver, Matilde. ¿Cuánto te costaría un traje decente, que pudiera servirte en otras ocasiones, un traje sencillito?
Ella meditó unos segundos, haciendo sus cuentas y pensando asimismo en la suma que podía pedir sin provocar una negativa rotunda y una exclamación de asombro del empleadillo.
Respondió, al fin, titubeando:
-No lo sé con seguridad, pero creo que con cuatrocientos francos me arreglaría.
El marido palideció, pues reservaba precisamente esta cantidad para comprar una escopeta, pensando ir de caza en verano, a la llanura de Nanterre, con algunos amigos que salían a tirar a las alondras los domingos.
Dijo, no obstante:
-Bien. Te doy los cuatrocientos francos. Pero trata de que tu vestido luzca lo más posible, ya que hacemos el sacrificio.
El día de la fiesta se acercaba y la señora de Loisel parecía triste, inquieta, ansiosa. Sin embargo, el vestido estuvo hecho a tiempo. Su esposo le dijo una noche:
-¿Qué te pasa? Te veo inquieta y pensativa desde hace tres días.
Y ella respondió:
-Me disgusta no tener ni una alhaja, ni una sola joya que ponerme. Pareceré, de todos modos, una miserable. Casi, casi me gustaría más no ir a ese baile.
-Ponte unas cuantas flores naturales -replicó él-. Eso es muy elegante, sobre todo en este tiempo, y por diez francos encontrarás dos o tres rosas magníficas.
Ella no quería convencerse.
-No hay nada tan humillante como parecer una pobre en medio de mujeres ricas.
Pero su marido exclamó:
-¡Qué tonta eres! Anda a ver a tu compañera de colegio, la señora de Forestier, y ruégale que te preste unas alhajas. Eres bastante amiga suya para tomarte esa libertad.
La mujer dejó escapar un grito de alegría.
-Tienes razón, no había pensado en ello.
Al siguiente día fue a casa de su amiga y le contó su apuro.
La señora de Forestier fue a un armario de espejo, cogió un cofrecillo, lo sacó, lo abrió y dijo a la señora de Loisel:
-Escoge, querida.
Primero vio brazaletes; luego, un collar de perlas; luego, una cruz veneciana de oro, y pedrería primorosamente construida. Se probaba aquellas joyas ante el espejo, vacilando, no pudiendo decidirse a abandonarlas, a devolverlas. Preguntaba sin cesar:
-¿No tienes ninguna otra?
-Sí, mujer. Dime qué quieres. No sé lo que a ti te agradaría.
De repente descubrió, en una caja de raso negro, un soberbio collar de brillantes, y su corazón empezó a latir de un modo inmoderado.
Sus manos temblaron al tomarlo. Se lo puso, rodeando con él su cuello, y permaneció en éxtasis contemplando su imagen.
Luego preguntó, vacilante, llena de angustia:
-¿Quieres prestármelo? No quisiera llevar otra joya.
-Sí, mujer.
Abrazó y besó a su amiga con entusiasmo, y luego escapó con su tesoro.
Llegó el día de la fiesta. La señora de Loisel tuvo un verdadero triunfo. Era más bonita que las otras y estaba elegante, graciosa, sonriente y loca de alegría. Todos los hombres la miraban, preguntaban su nombre, trataban de serle presentados. Todos los directores generales querían bailar con ella. El ministro reparó en su hermosura.
Ella bailaba con embriaguez, con pasión, inundada de alegría, no pensando ya en nada más que en el triunfo de su belleza, en la gloria de aquel triunfo, en una especie de dicha formada por todos los homenajes que recibía, por todas las admiraciones, por todos los deseos despertados, por una victoria tan completa y tan dulce para un alma de mujer.
Se fue hacia las cuatro de la madrugada. Su marido, desde medianoche, dormía en un saloncito vacío, junto con otros tres caballeros cuyas mujeres se divertían mucho.
Él le echó sobre los hombros el abrigo que había llevado para la salida, modesto abrigo de su vestir ordinario, cuya pobreza contrastaba extrañamente con la elegancia del traje de baile. Ella lo sintió y quiso huir, para no ser vista por las otras mujeres que se envolvían en ricas pieles.
Loisel la retuvo diciendo:
-Espera, mujer, vas a resfriarte a la salida. Iré a buscar un coche.
Pero ella no le oía, y bajó rápidamente la escalera.
Cuando estuvieron en la calle no encontraron coche, y se pusieron a buscar, dando voces a los cocheros que veían pasar a lo lejos.
Anduvieron hacia el Sena desesperados, tiritando. Por fin pudieron hallar una de esas vetustas berlinas que sólo aparecen en las calles de París cuando la noche cierra, cual si les avergonzase su miseria durante el día.
Los llevó hasta la puerta de su casa, situada en la calle de los Mártires, y entraron tristemente en el portal. Pensaba, el hombre, apesadumbrado, en que a las diez había de ir a la oficina.
La mujer se quitó el abrigo que llevaba echado sobre los hombros, delante del espejo, a fin de contemplarse aún una vez más ricamente alhajada. Pero de repente dejó escapar un grito.
Su esposo, ya medio desnudo, le preguntó:
-¿Qué tienes?
Ella se volvió hacia él, acongojada.
-Tengo…, tengo… -balbució – que no encuentro el collar de la señora de Forestier.
Él se irguió, sobrecogido:
-¿Eh?… ¿cómo? ¡No es posible!
Y buscaron entre los adornos del traje, en los pliegues del abrigo, en los bolsillos, en todas partes. No lo encontraron.
Él preguntaba:
-¿Estás segura de que lo llevabas al salir del baile?
-Sí, lo toqué al cruzar el vestíbulo del Ministerio.
-Pero si lo hubieras perdido en la calle, lo habríamos oído caer.
-Debe estar en el coche.
-Sí. Es probable. ¿Te fijaste qué número tenía?
-No. Y tú, ¿no lo miraste?
-No.
Se contemplaron aterrados. Loisel se vistió por fin.
-Voy -dijo- a recorrer a pie todo el camino que hemos hecho, a ver si por casualidad lo encuentro.
Y salió. Ella permaneció en traje de baile, sin fuerzas para irse a la cama, desplomada en una silla, sin lumbre, casi helada, sin ideas, casi estúpida.
Su marido volvió hacia las siete. No había encontrado nada.
Fue a la Prefectura de Policía, a las redacciones de los periódicos, para publicar un anuncio ofreciendo una gratificación por el hallazgo; fue a las oficinas de las empresas de coches, a todas partes donde podía ofrecérsele alguna esperanza.
Ella le aguardó todo el día, con el mismo abatimiento desesperado ante aquel horrible desastre.
Loisel regresó por la noche con el rostro demacrado, pálido; no había podido averiguar nada.
-Es menester -dijo- que escribas a tu amiga enterándola de que has roto el broche de su collar y que lo has dado a componer. Así ganaremos tiempo.
Ella escribió lo que su marido le decía.
Al cabo de una semana perdieron hasta la última esperanza.
Y Loisel, envejecido por aquel desastre, como si de pronto le hubieran echado encima cinco años, manifestó:
-Es necesario hacer lo posible por reemplazar esa alhaja por otra semejante.
Al día siguiente llevaron el estuche del collar a casa del joyero cuyo nombre se leía en su interior.
El comerciante, después de consultar sus libros, respondió:
-Señora, no salió de mi casa collar alguno en este estuche, que vendí vacío para complacer a un cliente.
Anduvieron de joyería en joyería, buscando una alhaja semejante a la perdida, recordándola, describiéndola, tristes y angustiosos.
Encontraron, en una tienda del Palais Royal, un collar de brillantes que les pareció idéntico al que buscaban. Valía cuarenta mil francos, y regateándolo consiguieron que se lo dejaran en treinta y seis mil.
Rogaron al joyero que se los reservase por tres días, poniendo por condición que les daría por él treinta y cuatro mil francos si se lo devolvían, porque el otro se encontrara antes de fines de febrero.
Loisel poseía dieciocho mil que le había dejado su padre. Pediría prestado el resto.
Y, efectivamente, tomó mil francos de uno, quinientos de otro, cinco luises aquí, tres allá. Hizo pagarés, adquirió compromisos ruinosos, tuvo tratos con usureros, con toda clase de prestamistas. Se comprometió para toda la vida, firmó sin saber lo que firmaba, sin detenerse a pensar, y, espantado por las angustias del porvenir, por la horrible miseria que los aguardaba, por la perspectiva de todas las privaciones físicas y de todas las torturas morales, fue en busca del collar nuevo, dejando sobre el mostrador del comerciante treinta y seis mil francos.
Cuando la señora de Loisel devolvió la joya a su amiga, ésta le dijo un tanto displicente:
-Debiste devolvérmelo antes, porque bien pude yo haberlo necesitado.
No abrió siquiera el estuche, y eso lo juzgó la otra una suerte. Si notara la sustitución, ¿qué supondría? ¿No era posible que imaginara que lo habían cambiado de intento?
La señora de Loisel conoció la vida horrible de los menesterosos. Tuvo energía para adoptar una resolución inmediata y heroica. Era necesario devolver aquel dinero que debían… Despidieron a la criada, buscaron una habitación más económica, una buhardilla.
Conoció los duros trabajos de la casa, las odiosas tareas de la cocina. Fregó los platos, desgastando sus uñitas sonrosadas sobre los pucheros grasientos y en el fondo de las cacerolas. Enjabonó la ropa sucia, las camisas y los paños, que ponía a secar en una cuerda; bajó a la calle todas las mañanas la basura y subió el agua, deteniéndose en todos los pisos para tomar aliento. Y, vestida como una pobre mujer de humilde condición, fue a casa del verdulero, del tendero de comestibles y del carnicero, con la cesta al brazo, regateando, teniendo que sufrir desprecios y hasta insultos, porque defendía céntimo a céntimo su dinero escasísimo.
Era necesario mensualmente recoger unos pagarés, renovar otros, ganar tiempo.
El marido se ocupaba por las noches en poner en limpio las cuentas de un comerciante, y a veces escribía a veinticinco céntimos la hoja.
Y vivieron así diez años.
Al cabo de dicho tiempo lo habían ya pagado todo, todo, capital e intereses, multiplicados por las renovaciones usurarias.
La señora Loisel parecía entonces una vieja. Se había transformado en la mujer fuerte, dura y ruda de las familias pobres. Mal peinada, con las faldas torcidas y rojas las manos, hablaba en voz alta, fregaba los suelos con agua fría. Pero a veces, cuando su marido estaba en el Ministerio, se sentaba junto a la ventana, pensando en aquella fiesta de otro tiempo, en aquel baile donde lució tanto y donde fue tan festejada.
¿Cuál sería su fortuna, su estado al presente, si no hubiera perdido el collar? ¡Quién sabe! ¡Quién sabe! ¡Qué mudanzas tan singulares ofrece la vida! ¡Qué poco hace falta para perderse o para salvarse!
Un domingo, habiendo ido a dar un paseo por los Campos Elíseos para descansar de las fatigas de la semana, reparó de pronto en una señora que pasaba con un niño cogido de la mano.
Era su antigua compañera de colegio, siempre joven, hermosa siempre y siempre seductora. La de Loisel sintió un escalofrío. ¿Se decidiría a detenerla y saludarla? ¿Por qué no? Habíéndolo pagado ya todo, podía confesar, casi con orgullo, su desdicha.
Se puso frente a ella y dijo:
-Buenos días, Juana.
La otra no la reconoció, admirándose de verse tan familiarmente tratada por aquella infeliz. Balbució:
-Pero…, ¡señora!.., no sé. .. Usted debe de confundirse…
-No. Soy Matilde Loisel.
Su amiga lanzó un grito de sorpresa.
-¡Oh! ¡Mi pobre Matilde, qué cambiada estás! …
-¡Sí; muy malos días he pasado desde que no te veo, y además bastantes miserias…. todo por ti…
-¿Por mí? ¿Cómo es eso?
-¿Recuerdas aquel collar de brillantes que me prestaste para ir al baile del Ministerio?
-¡Sí, pero…
-Pues bien: lo perdí…
-¡Cómo! ¡Si me lo devolviste!
-Te devolví otro semejante. Y hemos tenido que sacrificarnos diez años para pagarlo. Comprenderás que representaba una fortuna para nosotros, que sólo teníamos el sueldo. En fin, a lo hecho pecho, y estoy muy satisfecha.
La señora de Forestier se había detenido.
-¿Dices que compraste un collar de brillantes para sustituir al mío?
-Sí. No lo habrás notado, ¿eh? Casi eran idénticos.
Y al decir esto, sonreía orgullosa de su noble sencillez. La señora de Forestier, sumamente impresionada, le cogió ambas manos:
-¡Oh! ¡Mi pobre Matilde! ¡Pero si el collar que yo te presté era de piedras falsas!… ¡Valía quinientos francos a lo sumo!…
Guy de Maupassant (1850-1893) es uno de los escritores de cuentos mejor valorados en la literatura universal. Aunque escribió seis novelas, es en la narrativa breve donde cosechó sus mejores frutos. Algunos de sus cuentos más conocidos son “Bola de sebo”, “Coco“, “Una vendetta”, “La casa Tellier”, “La becada“, “El horla” y el que aquí publicamos: “El collar”.