La levedad del ser

La levedad del ser

viernes, 27 de marzo de 2015

J. M. Coetzee: la poderosa fuerza de una vocación

J. M. Coetzee: la poderosa fuerza de una vocación

Visita a la Argentina. El Premio Nobel sudafricano inaugurará una cátedra en la Universidad Nacional de San Martín y publica Cartas de navegación (El hilo de Ariadna), una colección de entrevistas y ensayos. En este diálogo con el crítico David Atwell, que brindamos como anticipo, habla de sus comienzos literarios y de su fascinación por Samuel Beckett

David Attwell: ¿Podemos retrotraernos al período anterior a 1970? Antes de que empezaras a escribir profesionalmente, llevaste a cabo varios aprendizajes, no todos ellos literarios. Has vuelto a la ficción sólo luego de proseguir tres especialidades académicas diferentes -matemáticas (luego informática), estudios literarios y lingüística- y luego de conducir tus intereses filológicos hacia el grado doctoral. Además de la poesía y alguna otra obra que has producido como estudiante en la Universidad de Ciudad del Cabo, diez años antes de que te comprometieras con la ficción, ¿en qué medida fue esto una preparación y en qué medida una parálisis?
JMC: Es verdad, no he escrito nada sustancial antes de los treinta años, no estoy seguro de si esto fue totalmente malo. ¿Cuántos hombres a los veinte años escriben novelas que valgan la pena leer? Pero por supuesto que no lo consideraba así en ese tiempo. No me decía: “Espera, aún no llegaste a los treinta.”. Por el contrario, tal como recuerdo aquellos días, era como un continuo sentimiento de autotraición que no escribiera. ¿Fue parálisis? Parálisis no es la palabra. Era más como una náusea: náusea de enfrentar la página en blanco, la náusea de escribir sin convicción, sin deseo. Creo que sabía cómo sería el comienzo y me resistía a ello. Sabía que una vez que hubiera comenzado de verdad, tendría que ir hasta el final. Como una ejecución: uno no puede irse y dejar a la víctima colgando de la cuerda, pateando y asfixiándose, aún vivo. Uno tiene que recorrer todo el camino (me doy cuenta de que podría haber usado una metáfora sobre el nacimiento, pero dejémosla como está). Vacilé durante los años sesenta porque sospechaba, y con razón, que no sería capaz de llevar el proyecto a cabo. No obstante, el material para Tierras de poniente había comenzado a ser compuesto bastante tiempo antes. Sobre William Burchell, por ejemplo, yo había estado leyendo y tomando notas desde muy temprano, alrededor de 1962, sabiendo que podrían ir en algún libro, tal como resultó ser Tierras de poniente.
DA: ¿Podríamos volver a tu introducción a la novela? Mientras vivías en Londres entre 1962 y 1963, escribiste una tesis (300 páginas) para la maestría de la Universidad de Ciudad del Cabo sobre Ford Madox Ford. Más tarde, en Texas, entre 1967 y 1968 escribiste tu disertación doctoral acerca del análisis estilístico centrado en la ficción escrita en inglés de Beckett. ¿De qué modo te involucraste con estos autores en particular -o con el tipo de ficción que ellos escribían- y qué representan para vos?
JMC: Había leído Ford Madox Ford cuando era estudiante y me sentía muy atraído, en primer lugar por la tetralogía Tietjens y posteriormente por El buen soldado. Llegué a Ford a través de Pound, que lo consideraba el estilista más fino de la prosa de su época. El tipo de esteticismo de Ford tocó una fibra sensible en mí: la buena prosa era una cuestión de quitar, de recortar (aunque, de verdad, Ford escribiera voluminosamente); escribir novelas era tanto un oficio como una vocación. Pero ahora sospecho que había algo más en esa atracción. Ford daba la impresión de escribir desde dentro del inglés de la clase dominante, pero de hecho escribía como un marginal y como con un poco de añoranza marginal. Su padre era un alemán anglicanizado y su madre había nacido dentro del círculo prerrafaelita, bohemios a su modo. Las aspiraciones sociales de Ford lo condujeron a transformarse, en muchos aspectos, en plus anglais que les anglaises. Cultivaba una especie de hosco estoicismo que él consideraba de tory (un tory a la vieja usanza, por supuesto) y lo encarnaba en su héroe Christopher Tietjens. Sospecho ahora que lo que me atraía de Ford era tanto la ética de Tietjens como la estética de le mot juste.
Lo que no significa que cuando yo mismo escribo no busco muy laboriosamente la palabra justa. Creo en la austeridad más de lo que Ford la practicaba. Prosa austera y un mundo de austeridad, sobrio: es una parte desagradable de mi composición que ha exasperado a quienes han tenido que compartir sus vidas conmigo. Por otra parte, estaba leyendo George Bourne el otro día, un libro sobre la Inglaterra rural anterior a 1914. La palabra clave para Bourne es thrift [ahorro, economía], una compleja palabra, cargada de sentidos y con una larga historia. La cultura del campesinado de la Europa occidental era una cultura del ahorro. Mis raíces familiares se asientan en esa cultura campesina, trasplantada desde Europa a África. Por lo que soy profundamente ambivalente respecto a menospreciar el ahorro.
Como para Beckett. Leí Esperando a Godot en los años cincuenta, cuando era un tema de discusión en todo el mundo. Pero el encuentro más significativo para mí fue con Watt, y luego Molloy y, en menor medida, las otras novelas. La prosa de Beckett, hasta El innombrable inclusive, me ha dado un deleite sensual que no se ha atenuado con el paso de los años. Mi trabajo crítico sobre Beckett se originó en esta reacción sensual y, después de leer muchas otras formas en las que se habla sobre su obra, fue el modo de aferrarme a él: hablar acerca del deleite.
DA: Trabajaste como programador informático en Inglaterra por cuatro años (1962-1965) antes de volver a tus estudios de literatura inglesa. En Texas, tus intereses matemáticos y literarios parecían ir juntos bajo el paraguas de la estilística y la estilo-estadística (aunque unos pocos años antes ya habías experimentado con la poesía generada por computadora, lo que harías más tarde de nuevo). Quiero exponerte algunas observaciones acerca de este aspecto de tu trabajo.
El interés en la rama de la estilística cuantitativa ha disminuido en los últimos años. Los ensayos de Roman Jakobson sobre los patrones verbales, por ejemplo, parecen haber demostrado tener menos influencia que muchas de sus otras obras. Pero tu relación con este campo, incluso en ese momento, fue complicada y también de algún modo contradictoria. Por un lado, parece que habías enfatizado su carácter positivista, quizá por su promesa de objetividad (en tu disertación doctoral tomas distancia de los rasgos más intuitivos de la New Criticism); por otro lado, eras desconfiado de algunos resultados y consecuencias de la estilística (la disertación es también radicalmente autorreflexiva, incluso escéptica, sobre algunos de sus propios métodos).
Otro ejemplo de esta ambivalencia es tu primer ensayo publicado (1969) que buscó refinar la medición de la “dificultad” de la prosa desarrollada por el estilo-estadístico Wilhelm Fucks; pero no mucho después (1971), publicaste una reseña sobre Nach allen Regeln der Kunst [Según todas las reglas del arte] de Fucks, donde te refieres al positivismo como una “mitología” y aludes irónicamente a su supuesto, lo cual -asumo- es el hegeliano, el de una “conciencia ascendente”. (En tus ficciones, precisamente en Tierras de poniente, esta ambivalencia se resuelve en una crítica, a través de Eugene Dawn, del positivismo científico al servicio del poder imperial).
En dos ensayos de este período, relacionaste la programación de la computación con la estilística, con resultados que, mirados en perspectiva, son interesantes (aunque quizás aún permanecen oscuros para muchos lectores). El texto Lessness [Sin] de Beckett tiene 1538 palabras; a partir de la palabra 770 hasta la 1538 se repiten las palabras a 769 en un orden diferente. Para este ensayo (1973), ejecutaste un programa con el que esquematizaste las repeticiones que se producen en diferentes niveles: la frase, la oración y el párrafo. En la interpretación sostienes que lo que es más importante en esa obra no es “la disposición final de los fragmentos, sino los movimientos de la conciencia que los dispone”, para concluir diciendo: “Esta iniciativa que no tiene fin, la de separar y recombinar, es lenguaje, y ofrece, no la promesa del encanto, la siempre esperada combinación mágica que traerá salud o salvación, sino el consuelo del juego, el matar el tiempo”.
Hay juegos de evasión, juegos de autopreservación en Watt de Beckett, como también en Tierras de poniente (en la segunda narración, durante el viaje solitario de Jacobus Coetzee volviendo a Ciudad del Cabo, luego de su encuentro con el Namaquas). En el ensayo, tus comentarios sobre Beckett parecen resonar no sólo en el hecho de organizar las repeticiones, sino también en tu ficción (y veo que Tierras de poniente y el ensayo sobre Lessness fueron publicados en el mismo año).
El segundo ensayo en que usas la programación es “Surreal Metaphors and Random Processes” [Metáforas surrealistas y procesos azarosos], publicado mucho más tarde (1979). Aquí, habiendo introducido un léxico tomado de las traducciones de Pablo Neruda, usaste el generador de números aleatorios para producir oraciones simples, lo que luego tamizaste para efectos metafóricos propiamente surrealistas, tal es el caso de “el desnudo con la uña demacrada desdeña al escolar de esplendor”. Entonces discutes el proceso en relación con la poética de Breton. (Incidentalmente, era un extraño poema, “Hero and Bad Mother in Epic” [El héroe y la madre mala en la épica], publicado en Staffrider en 1978, ¿un derivado de este ejercicio?). Este ensayo es, creo, más iluminador que el que trata Lessness, porque en este caso, el procedimiento mecánico, desmitificando el elemento del azar, pone sobre el tapete las aspiraciones románticas y utópicas del surrealismo.
¿Qué significa hoy tu concentración en la estilística cuantitativa y cómo lo observas retrospectivamente? ¿Sería correcto decir que en Beckett, en particular -con sus metáforas matemáticas y obsesiones técnicas-, esta tendencia logra una relación creativa con tus otros intereses, lo que ha sido reemplazado en mayor medida por el estructuralismo?
JMC: Primero la respuesta a tu pregunta parentética: sí, el poema que mencionas nace de mi interés y de los experimentos con la generación de frases por computadora. Es una obra de la que soy un gran aficionado, aunque tiene un gran vacío hacia el final.
En cuanto a la pregunta principal, podría distinguir entre estadística estilística y estilística generativa, simplemente porque las matemáticas detrás de estos dos emprendimientos son completamente diferentes. Son dos campos diferentes en los que me introduje por un largo tiempo y de donde salí más bien con poco para mostrar de esa experiencia. ¿Por qué lo hice? Un camino errado, supongo, un falso trayecto tanto en mi carrera como en la historia de la estilística, que no ha conducido a nada interesante. Como la estilística abandonó el ideal de la formalización matemática -que a su vez la inspiró- y comenzó a observar modelos más pragmáticos, perdí el interés en ella.
La prosa de Beckett, que es altamente retórica a su manera, se presta a un análisis formal. Me gustaría añadir que las últimas ficciones cortas jamás me han llamado la atención. Son, casi literalmente, descorporizadas. Molloy era aún una obra muy corporal. El primer libro posmuerte que escribe Beckett fue El innombrable. Pero esta voz de la posmuerte tiene todavía un cuerpo y en este sentido era sólo la mitad del recorrido de lo que debería haber sentido en todo su camino. No estoy aún allí. Todavía estoy interesado en cómo la voz mueve el cuerpo, se mueve en el cuerpo. (Esto no es una respuesta a tu pregunta pero dice algo acerca de lo que me importa y lo que no en Beckett.)
En cuanto al estructuralismo, la línea que me intrigó más fue la del análisis de Vladimir Propp, seguida por sus extensiones estructuralistas de cómo los relatos concuerdan (cuentos populares en el caso de Propp). He llevado a cabo experimentos con mis estudiantes poniendo juntos relatos sintéticos -construcciones hechas con elementos de historias comunes- para ver entonces qué funcionaba y qué no, y así surgía la pregunta acerca de qué podría ser una no-historia. Una curiosidad común en los tiempos posmodernos, ¿no crees?
DA: Voy a continuar con el estructuralismo por un momento. Si los actuales proyectos de análisis del estructuralismo, con la posible excepción del trabajo de Propp sobre los cuentos populares, no te han llamado la atención por mucho tiempo, ¿entonces no es el caso de que lo que tendría que comprometerte más fuese la promesa del estructuralismo, la seguridad con la que se pretendía revelar la lengua, la gobernabilidad por las reglas de las cosas? (Ésta es la conexión que establezco entre el estructuralismo y las matemáticas.) El énfasis en tu ficción y también en White Writing -en el mito y los marcos epistémicos- parece compartir este aspecto con el estructuralismo.
A mediados o fines de los años sesenta, cuando estabas en Texas, el poder en la lingüística en Estados Unidos fue cambiando del estructuralismo norteamericano, asociado a Leonard Bloomfield, hacia una gramática generativa-transformacional (aclaremos que, antes que Noam Chomski, Benjamin Whorf había dejado su huella en la popularización de la lingüística como base de una visión social). En este mismo punto, durante este período, quizás un poco después, habías comenzado a leer el estructuralismo continental, no sólo Roland Barthes, sino también Claude Lévi-Strauss. En otras palabras, tus estudios lingüísticos coincidieron, parece que de manera impresionante, con el momento emergente de la lingüística en Occidente, como un método para el análisis de la cultura y como modelo.
Has comentado, en “Recuerdo de Texas”, acerca de alguna de estas influencias. Mencionas en particular sus efectos democratizantes y la inquietud que llega con la sospecha de “que las personas son habladas por el lenguaje o, en última instancia, éste habla a través de ellas”. ¿Podrías ahondar en este tema? Estoy interesado en cómo tus lecturas de la lingüística podrían haber condicionado no sólo la evidente preferencia en tu obra por las formas no realistas de narración, sino también en el desarrollo del sentido de cómo has llegado a la escritura. ¿Cómo un interés en la lógica sistémica de la cultura devino en el motivo de la producción de ficción?
JMC: Sí, las producciones actuales del análisis estructuralista -las lecturas de poemas breves de Jakobson, la lectura de los mitos de Lévi-Strauss-, aunque tengan la intención de mostrar la mente creativa trabajando, nunca me aportaron, ni a mí ni a ningún otro escritor, creo, un modelo o incluso una sugerencia sobre cómo escribir. En ese sentido, el estructuralismo permaneció como un rígido movimiento académico. Las fantasías de Barthes disfrazadas de ciencia eran mucho más valiosas.
Lo que el estructuralismo hizo por mí (y aquí tengo en mente al estructuralismo antropológico y los trabajos de Jakobson sobre poesía popular) fue colapsar dramáticamente la distancia entre la alta cultura europea y las así llamadas culturas primitivas. Se hizo evidente que casi la totalidad del pensamiento se focalizó en las producciones de las culturas primitivas. La cultura del hombre era la cultura humana, inmutable, más o menos, bajo las formas cambiantes de su expresión. Una vieja lección, supongo, pero que tuve que aprender a mi manera.
Entonces, aunque el apogeo del estructuralismo francés, tal como lo he recibido en Estados Unidos, no tuvo necesariamente un efecto democrático (eso según tus palabras, acerca de lo que seré cauteloso aquí ya que kratis significa poder, después de todo), pero ciertamente amplió los horizontes de quien haya crecido en un enclave europeo en África, a quien no le gustaba viajar y que prefería los libros a la vida.
Funda un gran pacto de sentido asimilar la lingüística chomskiana al estructuralismo, tal como sugieres, aunque sólo sea por la importancia similar que los dos proyectos dan a las estructuras innatas. Me sumergí en la gramática generativa a un nivel bastante técnico. Me volví -como se debe hacer si los propios intereses se extienden más allá de las gramáticas de los lenguajes individuales a las preguntas de la gramática universal- hacia los lenguajes no indoeuropeos. Fue esta inmersión -poco profunda si se está hablando del verdadero dominio del detalle- la que ha dado la más grande sacudida al Occidente colonial cuya identidad imaginaria ha sido cosida (¡cuán finamente y con cuántos desgarros!) a partir de los jirones transmitidos por el más importante arte modernista.
Pero lo esencial de tu pregunta es acerca de aquellas preocupaciones relacionadas con el asunto de la producción de ficción, y la respuesta debe ser, eso creo, que es difícil ver cómo se hace. Nada que uno tome de la lingüística generativa o de otras formas del estructuralismo ayuda a construir una novela. Lo que quedó de esos estudios fue probablemente no más que un residuo muy general: respeto por otras culturas, por los hablantes comunes, por el conocimiento inconsciente que tenemos cada uno de nosotros.
DA: Una pregunta relacionada con este tema. Tu ensayo “Samuel Beckett y las tentaciones del estilo” reúne algunos temas bajo el encabezado de la duda, tanto formal como conceptual, lo que muestra una afinidad en tus estudios sobre Beckett. Digo formal y conceptual: más estrictamente, se tratan estas cuestiones como inseparables. ¿Cuáles son las implicancias de tu investigación para la matriz subyacente de la prosa de Beckett?
JMC: Creo que ya te he insinuado una respuesta. Beckett ha significado mucho para mi propia escritura, lo que debe ser obvio. Es una clara influencia en mi prosa. Muchos escritores absorben la influencia a través de la piel. En mí hubo siempre una mayor conciencia del proceso de absorción. Podría decir que mi formación en lingüística me permitió ver los efectos que se estaban dando con cierto grado de conciencia. Los ensayos que escribí sobre el estilo de Beckett no son sólo ejercicios académicos, en el sentido usual de la palabra, son también un intento de acercarme a un secreto, un secreto en la obra de Beckett que quería hacer propio, y que deseché, eventualmente, como ocurre con las influencias.
DA: ¿Qué te atrajo de los manuscritos de Beckett?
JMC: Los manuscritos de Beckett se encuentran en Texas y yo estaba allí. Una coincidencia. No sabía que estaban allí hasta que llegué. Estuve muy compenetrado en ellos, particularmente en los papeles sobre Watt. Era alentador ver cómo desde ese inicio tan poco prometedor pudiera desarrollarse un libro: ver los falsos comienzos, las banalidades trazadas, las evidencias de la falta más que de la furiosa posesión de la musa.
DA: Te pregunto, entonces, ¿qué te llevó a Texas?
JMC: En 1964 estaba viviendo en Londres, trabajando en un laboratorio de investigación informática. No estaba yendo a ningún lado y necesitaba cambiar de dirección. Parecía que había algo en el aire, una posibilidad de que la lingüística, las matemáticas y el análisis textual pudieran ser unidos de alguna forma (el nombre vago bajo el que consideré esta síntesis en ese momento fue morfología general). Mi registro académico no era suficientemente bueno como para conseguir las mejores becas. Escribí a numerosas universidades de Estados Unidos y, de las respuestas positivas que recibí, elegí Texas. Ofrecían 2100 dólores por año y una reducción en las tarifas, tal como lo recuerdo, media jornada para el estudio y media jornada para la enseñanza de composición para estudiantes de primer año. Era una paga razonable por aquellos días y para este tipo de trabajo. Además del hecho de que la Universidad de Texas tenía una buena reputación en lingüística y una gran colección de manuscritos, sabía muy poco de ella.
DA: Tu recuerdo de Texas comienza por la invocación de la experiencia del inmigrante, pero ¿tenías en mente algo más específico con respecto a ello?
JMC: Yo no habría tenido la confianza para llevar a cabo la primera incursión en la autobiografía sin algún texto más sólido donde resuene su eco. Tomé como caja de resonancia la prosa de La educación de Henry Adams y, en particular, su ironía desafectada. Sospecho que un libro de memorias funciona sólo si tienes a Adams en el fondo de tu mente.
DA: Hay una dimensión filosófica en Beckett que se silencia un poco en estos ensayos. Hugh Kenner, cuyo trabajo sobre Beckett y el modernismo temprano admirabas, describía al Beckett de Molloy, Malone muere y El innombrable como la tarea de desintegración del cogito “[reduciendo] a términos esenciales los tres siglos en los cuales esos procesos ambiciosos de los que Descartes es el símbolo y progenitor llevaron a cabo la deshumanización del hombre”. Kenner también preguntaba si Descartes, como El Innombrable, estaba “hablando a través de un Comité del Zeitgeist”. Tus dos primeras novelas tratan asuntos similares: en el contexto del colonialismo y hablando en nombre y por cuenta de una racionalidad obsesiva (teniendo en cuenta la forma en que es coherente con la dominación y la violencia), tus narradores agotan el fracaso del yo cartesiano al buscar la trascendencia. ¿Fue realmente Beckett quien te condujo a pensar en esa dirección?
JMC: No era Beckett únicamente. Había una confluencia de intereses. Pero es poco probable que Beckett me hubiera afectado si no hubiera habido en él aquella preocupación ininterrumpida por la racionalidad, esa sucesión de hombres destacados que salvajemente o locamente empujaron la razón más allá de sus límites. Sin embargo, Tierras de poniente no nació de una lectura de Beckett. Lo que estaba más inmediatamente detrás de ella era el espectáculo de lo que estaba sucediendo en Vietnam y mi sentido común, tal como había leído en la historia de Sudáfrica, más particularmente en los anales de la exploración del sur de África, de lo que había estado sucediendo allí.
DA: En algunos ensayos sobre Beckett -particularmente en uno sobre Murphy- se discute la cuestión de la reflexividad formal, de la ficción que exhibe sus propias convenciones. Sin embargo, aunque lo que llamas “antiilusionismo” de la conciencia reflexiva es una posición en la que estás cómodo, también te refieres a ella como un “impasse”. ¿Qué quieres decir con esto?
JMC: Ilusionismo, es por supuesto, una palabra que uso para aquello que usualmente se llama realismo. El ilusionismo mejor conseguido abre el camino a los efectos realistas más convincentes. El antiilusionismo -al exhibir los trucos que usas en lugar de esconderlos- es una estratagema común del posmodernismo. Pero, al fin y al cabo, hay mucho recorrido que se ha salido de la estrategia. El antiilusionismo es, sospecho, sólo una marca de época, una fase de recuperación en la historia de la novela. La pregunta es qué sigue.
DA: Además de Beckett, Nabokov tuvo una importante influencia, aunque menor, en tu ficción temprana. En “Nabokov’s Pale fire and the Primacy of Art” [Pálido fuego de Nabokov y la primacía del arte] (1974), contrastas la conciencia reflexiva de los dos escritores, argumentando que, mientras Beckett la lleva hasta donde es humanamente posible llegar, Nabokov se detiene y negocia una salida, al encontrar en la reflexividad el apoyo de la ironía, el arte elevado y la imaginación de los posrománticos. Asimismo, argumentas que la versión de Nabokov es un intento preventivo, uno que fracasa, de escapar de la historia (“historia-como-exégesis”) mediante la incorporación de la interpretación en la ficción. A pesar de tus reservas acerca de sus resoluciones y evasiones, sin embargo, se te ve comprensivo con la alegría nostálgica del pasado de Nabokov, ficcionalizada en Pálido fuego como “el mundo infantil de Zembla”. Citas una carta de Rilke con la que explicas este aspecto de Nabokov, un pasaje que vale la pena repetir:
Es nuestra tarea dejar huella tan profunda en esta provisional y perecedera tierra, tan pacientemente y pasionalmente en nosotros mismos que su realidad surgirá en nosotros de nuevo “invisiblemente”. Somos las abejas de lo invisible.. Y esta actividad es curiosamente sostenida e incitada por el aún más rápido desvanecimiento de mucho de lo visible que ya no tendrá reemplazo. Todavía para nuestros abuelos, una casa, una fuente, una torre que les sea familiar, sus propias ropas y su propio abrigo eran infinitamente más, infinitamente más conocidos; casi todas las cosas eran un recipiente en el que hallaban lo humano y en el que agregaban algo humano. Ahora nos vienen desde Estados Unidos cosas vacías e indiferentes, cosas ficticias, una vida falsa. Una casa, en el sentido norteamericano, una manzana norteamericana o una uva de ese país, nada tienen en común con la casa, el fruto, las uvas que habían provocado la esperanza y la meditación de nuestros antepasados. las cosas vivas, las cosas vividas y conscientes de nosotros, se están acabando y puede que nunca sean reemplazadas. Quizás seamos los últimos en conocer tales cosas.
Tierras de poniente en su estructura está en deuda con Pálido fuego. Se trata, por otra parte, de tu propia situación, tanto tu experiencia en Estados Unidos a fines de los añso sesenta como los rasgos distintivos de tus ancestros en Sudáfrica, pero lo hace con ironía y paródicamente, usando el efecto de multiplicación de la metaficción. La influencia parece importante. ¿Qué podrías contar de tu relación con Nabokov hoy en día?
JMC: Si debo ser breve, podría decir que no he tenido una relación con Nabokov. Nabokov amaba Rusia de una manera que (tal como a uno le cuentan) los no rusos no podrían comprender. También estaba orgulloso de su familia y de la historia familiar. Su infancia en Rusia era claramente una época de inolvidable felicidad. Su amor y su nostalgia por aquel mundo ido es claro en su obra. Esto es lo más atractivo en él. Pero no estoy seguro de que se haya acercado a la realidad de Rusia, tan alejada de él, de una manera responsable, de un modo que hiciera justicia a sus dones nativos. De hecho, a veces, se acerca de un modo un tanto infantil, como si pensara que los bolcheviques fueron los culpables del robo de su infancia (de todos modos, ¿él no había crecido ya?).
Debajo de la superficie, en Nabokov, hay un verdadero sufrimiento y una verdadera pérdida. Él decía que amaba Estados Unidos, pero ¿cómo lo ha hecho en realidad? Estaba agradecido a Estados Unidos, estaba entretenido y fascinado por ese país, se volvió un experto, pero su corazón (mientras leo su corazón) estaba más cerca del Viejo Mundo, tal como lo estaba Rilke.
Hay más de tragedia en la pérdida de aquel mundo en la maravillosa carta de Rilke que en toda la obra de Nabokov. Ésa es la razón, creo, por la que he perdido interés en Nabokov: porque se ha negado a enfrentar la naturaleza de su pérdida en su plenitud histórica.
DA: La plenitud histórica es una noción paradójica aquí: cuanto más completa e irreversible sea la pérdida, ¿cuánto más crees que será la búsqueda -o debería ser- de la escritura que llega en la vigilia? ¿Qué te significa esto como sudafricano?
JMC: Sí, la mayor búsqueda debe estar allí. También he tenido una infancia que, en parte, mientras envejezco, parece cada vez más fascinante y milagrosa. Quizá sea así por cómo la mayoría de nosotros ve su propia infancia: a través de un conjunto de maravillas que pudo haber sido alguna vez aquel inocente mundo y que nosotros mismos podríamos haber estado en el corazón de esa inocencia. Es bueno que podamos encariñarnos con quienes fuimos alguna vez, no quisiera criticar esto por ahora. El niño es el padre del hombre: no deberíamos ser tan estrictos con nuestra propia infancia, deberíamos tener la gracia de perdonarla por colocarnos en los senderos que nos condujeron a ser quienes somos. Sin embargo, no podemos revolcarnos en una cómoda admiración de nuestro pasado. Debemos ver lo que el niño, aún confundido por sus viajes, aún arrastrando sus nubes de gloria, no pudo ver. Nosotros -o al menos algunos de nosotros, los suficientes- debemos observar el pasado con un ojo debidamente cruel para ver aquello que hacía posible aquella alegría e inocencia. El perdón, pero también lo inquebrantable; es decir, la combinación que tengo en mente, si fuese alcanzable. Primero la posición inquebrantable, luego el perdón.
DA: El ensayo de Nabokov cita a Lacan en el contexto de una discusión sobre la agresividad para intentar explicar la agresividad de los personajes de Nabokov (cual espejos que reflejan al paciente ante el analista). La fuente de la incomodidad es el reconocimiento de que algún constructo del yo en el lenguaje es una forma de desposesión, porque el yo está siendo representado como otro, para otro. Mi pregunta no es acerca de Nabokov, sino sobre Lacan. El primer trabajo importante de crítica sobre tu obra de ficción, el de Teresa Dovey, tiene como su tesis central que las novelas son alegorías del sujeto lacaniano, intentando dar cuenta de sí mismo, sin éxito, en las condiciones lingüísticas provistas por el colonialismo y “la tradición sudafricana”. La tesis se sostiene o cae en sus propios términos, pero ¿podrías comentar acerca del lugar que Lacan ha ocupado en tu forma de pensar?
JMC: Lacan es un pensador seminal. No he leído [noviembre de 1990] el libro de Dovey, por lo que no tengo un conocimiento de lo que ya podría haberse dicho de Lacan y de mí, como para responder. Pero déjame decir que algunas de las observaciones más inspiradas de Lacan han sido aquellas que hablaban desde una posición de ignorancia. Él encuentra su justificación no sólo en la práctica del análisis, donde el paciente parece hablar más verdaderamente cuando está, tal como se dice, cometiendo una falta, sino también en poesía. Cuando se está llegando tan cerca del centro del intento de ser uno mismo -como en esta pregunta que lleva a uno: ¿dónde me encuentro cuando escribo?-, puede ser lo mejor ser lacaniano y que no se nos moleste demasiado acerca de lo que uno quiere decir (¿puedo intercambiar “uno” y “yo” en este contexto?); lo que implicaría desconocer en demasía dónde uno se instala en relación con la lección -de Lacan- por lo que uno puede permitirse hablar sin “pensar”. John Maxwell Coetzee
Fuente: La Nación

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