El amor es generalmente considerado como la experiencia en la que el ser humano encuentra su sentido existencial y su plenitud. Particularmente es el caso del amor sexual, el cual provee el máximo placer que experimenta el ser humano, hasta el punto de que incluso los estados místicos -que suponen alcanzar la realidad última- han sido descritos en el lenguaje florido del amor sexual, algo que encontramos en culturas tan diversas como el hinduismo, el cristianismo o el islam, por mencionar sólo algunas. De hecho, en la vida moderna secular, donde el misticismo es algo que sobre todo se estudia en las universidades o que se adquiere -como si fuera una mercancía- a través de sesiones con plantas psicodélicas, el amor romántico ha reemplazado esta necesidad de experimentar una especie de unión mística, que provea no sólo el placer extático y la transformación del yo, sino también una experiencia dadora de sentido. Uno se puede preguntar, un poco cínicamente, ¿qué sería del marketing y de la publicidad sin este misticismo o idealismo del amor, en el que un hombre o una mujer orienta toda su vida hacia la consecución de un pareja, la cual cree que le puede proveer una felicidad duradera, como ninguna otra cosa en la vida, una suerte de divinidad? Como ha dicho un teórico de medios contemporáneo: un hombre que está buscando novia es el consumidor perfecto.
Ahora bien, el amor no es una invención del marketing. Es parte de nuestra naturaleza. La pregunta esencial es si la dimensión ética y espiritual con la cual experimentamos como seres humanos el amor es real, es algo que existe, por así decirlo, ontológicamente o incluso sobrenaturalmente, o si en realidad esta forma de vivir el amor es simplemente una ilusión útil gracias a la cual la biología o la fuerza ciega de la evolución nos engaña para que sigamos reproduciéndonos. El tema no es menor, pues si el amor sólo es un programa biológico, por más que lo idealicemos o eulogicemos, entonces se podría argumentar que lo que existe es solamente el amor sexual, y entonces, podemos ir más allá y decir que lo que existe solamente es el instinto sexual que se enmascara como amor. Pues si lo que llamamos "amor" es solamente la manipulación de una fuerza ciega, mecánica y determinista que nos orilla a querer a una persona solamente para reproducirnos y satisfacer la necesidad de supervivencia, entonces el amor es despojado de la libertad, de la elección y de toda correspondencia poética. Incluso la madre que sería capaz de morir por su hijo no está haciéndolo por amor, sino por el puro ciego instinto que la manipula para que la vida siga existiendo y sus genes se sigan transmitiendo. Y no hace nada sustancialmente diferente a lo que hace una mosca o un gusano que procuran de alguna u otra manera por su descendencia. ¿Pero llamaríamos amor al instinto de procreación y conservación de una mosca, al "egoísmo" de la especie?
En otras palabras, se podría argumentar que para que el amor -según lo entendemos- exista, debe ser sobrenatural, es decir, más allá de la naturaleza, del mecanicismo de la materia, pues debe requerir una decisión libre, una respuesta libre a la vida: la afirmación del amor, de amar a esa persona libremente, no a la manera de un esclavo de la biología. En este sentido se presenta la noción del amor como un don divino, como una esencia o una energía espiritual que existe libremente, en semejanza de la divinidad, incluso como la esencia misma de la divinidad. "Dios es amor", dice el Evangelio de Juan. Y San Juan de la Cruz: "en el ocaso de la vida seremos juzgados en el amor", sugiriendo que el amor es el gran logro de una persona, aquello en lo cual se juega su vida y su futuro, lo que lo define. Al igual que Rilke, quien escribió que había que trabajar para amar, que el amor era algo que uno debía conseguir a través de la experiencia. Que una persona sepa amar, ese es el criterio del bien. ¿Pero cómo puede ser "bueno" alguien que es obligado a hacer lo que hace? Si el amor es meramente una fuerza ciega que nos avasalla, nadie es responsable de su amor. Podemos todavía hablar de la "gracia del amor" y tendremos santos electos; o podremos hablar del instinto biológico o de la voluntad de poder que inconteniblemente arrastra a los individuos hacia el acto sexual y tendremos humanos que creen estar enamorados, pero que en realidad son zombis o robots.
Schopenhauer, en la segunda parte de El mundo como voluntad y representación, le dedica un capítulo al amor y expone su tesis de que el amor es en realidad un modo de la voluntad de vivir, mero instinto de supervivencia, por lo que no deja de ser la cuestión más seria y apremiante de nuestra existencia, pues de ella depende nuestra especie. Schopenhauer destruye el ideal del amor romántico: "todo enamoramiento por muy etéreo que guste aparecer, únicamente arraiga en el instinto", "el instinto sexual sabe adaptar con destreza la máscara de una admiración objetiva y engañar así a la conciencia; pues la naturaleza precisa de tal estratagema para sus fines". El misticismo del amor, el deseo de unidad se literaliza, no es más que la voluntad de vivir, instinto sexual que busca crear otro ser, la unión de los dos seres que creen amarse: "Los amantes sienten el anhelo de unirse y fundirse realmente en un único ser, para luego proseguir viviendo sólo en él; y este anhelo se colma en lo generado por ellos, como aquello en lo que se transmiten las cualidades de amor, para sobrevivir reunidos en un ser".
Para Schopenhauer, que anticipa en ello a la moderna biología evolutiva, la belleza y la salud son sobre todo astutas señales biológicas que orientan la inclinación amorosa hacia un resultado fértil. La naturaleza crea, haciendo uso de la invención de la necesidad, formas que estimulan a los individuos para que se cumpla el único fin, aquello que mueve a todo lo demás, la simple procreación. Ya que el individuo es profundamente egoísta y sólo el egoísmo mueve realmente al individuo, su propia voluntad de vivir, la naturaleza, para alcanzar su fin, inculca "al individuo una cierta ilusión, en virtud de la cual le parece como bueno para sí mismo lo que en verdad lo es para la especie, de suerte que sirve a ésta mientras se figura que está al servicio de sí mismo".
Platón ya había notado en El banquete que el amor, el eros, tiene como función básica perpetuar la especie, una inmortalidad material, a través de las generaciones. Pero allí mismo, la sacerdotisa Diotima planteó un modo trascendente, con su famosa escalera del amor, con la cual le dio al amor una cualidad sobrenatural, como una energía que eleva al alma más allá del mundo contingente, hacia el mundo de las ideas, un mundo eterno y divino. El eros que despierta la belleza de un cuerpo, cuando es cultivado filosóficamente, despierta un amor universal, hacia la belleza en sí. Estaría aquí desarrollada la idea de que el amor, ya sea porque es en sí mismo una divinidad o un daemon, o porque participa en la eternidad de las ideas, es lo que hace divinos a los hombres. Esta es la idea fundamental que subyace al amor en nuestra civilización. El amor es lo divino en el ser humano. Es aquello que lleva hacia lo real, hacia lo que uno es en el fondo, hacia algo que no perece. Esta es la otra inmortalidad del amor, la primera siendo la inmortalidad del sexo.
En otras tradiciones, como en el hinduismo, se desarrollaron importantes escuelas devocionales, en las que se postuló la noción de que el amor a Dios trasciende la causalidad y es capaz de liberar al individuo del mundo condicionado e incluso deificarlo. Asimismo, el estado más elevado al cual aspira un alma es algún tipo de contemplación amorosa o de participación en los juegos amorosos y en la deliciosa belleza de la divinidad. En estos casos, se afirmaría que si bien un amor finito está condenado al sufrimiento, pues es dirigido a un ser impermanente, un amor dirigido a un ser infinito y absolutamente bueno es la clave de la felicidad. Borges dijo que el amor es crear una religión con un dios falible. Se podría decir que algunas de estas tradiciones crean una religión para poder experimentar un amor infalible.
Se puede decir mucho más sobre este fascinante tema, el cual dejaremos de alguna manera irresoluto, dejando al menos ese importante espacio abierto del misterio, tan vital para el amor, que, ya sea por un truco de la biología o por una semejanza divina, siempre busca más y requiere un desconocimiento para seguir conociendo, para seguir explorando y disfrutando algo que juega a ser inagotable, a presentar lo infinito dentro de lo finito. ¿Una divina ilusión?
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