Muchos años antes de que Orhan Pamuk fuera el primer escritor en lengua turca en ganar el Premio Nobel era conocido familiarmente como Corneja. Así lo había bautizado el cocinero de su abuela cuando era un niño: porque se pasaba el tiempo contemplando a las cornejas del tejado de al lado y porque era muy delgado. El mote con el que el cocinero conocía al único hermano de Orhan Pamuk, dos años mayor que él, era La Niñera, porque nunca se separaba de su osito de peluche. Pero La Niñera, hasta poco antes de los dieciocho años, cuando abandonó Estambul para estudiar en Estados Unidos, se hartaba de darle palizas a su hermano pequeño Corneja.
Aunque los hermanos Pamuk se castigaban, se sentían mal cuando se separaban. Así había sucedido cuando, siendo niños, sus padres se marcharon en pareja durante una temporada, dejando a cada uno de sus hijos al cuidado de un familiar diferente. Orhan Pamuk vivió con sus tíos, y allí, de la mano de su tío, poeta y periodista, descubrió, primariamente, la existencia de los escritores, que hacían los libros a los que con tanta pasión se entregaba, y también la existencia del dibujo como disciplina.
Durante muchos años, Orhan Pamuk (Estambul, 1952) se dedicó a la pintura. Sus padres le habían dejado un piso destinado a guardamuebles para que pudiera pintar. Hacía fotografías de Estambul y posteriormente pintaba esas vistas de la ciudad: seguía a Dufy y a los impresionistas, y su arte tenía algo de naif. No era raro que el motivo de sus pinturas fuera Estambul, porque desde hacía tiempo se sentía fascinado por sus calles, por el Bósforo, por sus ruinas, por su antiguo esplendor, por sus gentes, por el contraste entre los barrios ricos “occidentales” en los que él vivía, y a los que estaba destinado por la familia y la clase social a las que pertenecía, y los barrios pobres, que conservaban las costumbres “orientales”, una suerte de desgracia añadida.
En Estambul. Ciudad y recuerdos, Orhan Pamuk cuenta su vida hasta los veinte años, en que decidió abandonar sus estudios de arquitectura para dedicarse a escribir. Habla de su infancia, vivida sobre todo en interiores. Un doble interior: su vida interior en la casa familiar; aunque también vivida los domingos en la calle, junto al Bósforo, paseando en el Ford Taurus de su padre. Habla de su adolescencia, en la que comienza su vida de flâneur, de solitario caminante por las calles entonces vacías de Estambul, y también su vida de fotógrafo, de mirón, de contador de barcos, de culposo inventor de aventuras sexuales, de lector obsesivo.
Como “recuerdos”, este primer tomo de memorias de Orhan Pamuk es estupendo. El retrato de su padre, un extraño fracasado que abandonaba el hogar familiar permanentemente, es fascinante. El retrato de su madre, que combina la ingenua credulidad con el máximo pragmatismo, es tan sesgado como seductor. El análisis de sus propias obsesiones (la existencia de un gemelo en algún otro lugar de la ciudad; el sexo; la culpa; la soledad, el río, la imaginaria “vida criminal”) completa el cuadro, vibrante.
Tan importante como el “recuerdo” es en el libro la “ciudad”: Estambul. “Al contrario que en las ciudades occidentales que han formado parte de grandes imperios hundidos –escribe Orhan Pamuk–, en Estambul los monumentos históricos no son cosas que se protejan como si estuvieran en un museo, que se expongan, ni de las que se presuma con orgullo. Simplemente, se vive entre ellos”. Esta reflexión forma parte de la teoría general sobre Estambul que defiende Orhan Pamuk: en la ciudad gobierna la amargura. La amargura se parece a la melancolía que definió Richard Burton, pero es esencialmente diferente: “Llega un momento en que, mires donde mires, la sensación de amargura se hace tan patente en la gente y en los paisajes como la bruma que comienza a moverse poco a poco en las aguas del Bósforo las frías noches de invierno cuando de repente sale el sol”. Esa amargura de los habitantes de Estambul no resulta difícil relacionarla con la clásica saudade portuguesa, en la que a la melancolía se le une la espera de un advenimiento.
Orhan Pamuk intenta racionalizar esa amargura. Analiza cómo fueron los escritores extranjeros, fundamentalmente los franceses, y en especial durante el siglo XIX, quienes forjaron la imagen de Estambul: Flaubert, Gautier, Nerval. La presentaron tópicamente exótica, pero no resultaba difícil que fuera así: había jenízaros, había harén, había palacios, había esclavos, había ruinas... En respuesta a esa interpretación exótica y extranjera respondieron unos cuantos años después algunos escritores de Estambul: en su nacionalismo, intentaron ofrecer una imagen propia de la ciudad, pero sólo lo consiguieron a medias, porque su propia construcción como escritores se basaba en buena medida en la literatura occidental, aunque tuviera anclajes en la literatura del “Diván”.
El más increíble de estos escritores turcos, y al que Orhan Pamuk dedica un retrato y un análisis muy atractivos, fue Resat Ekrem Koçu, homosexual y solitario, autor de una inacabada y fascinante Enciclopedia de Estambul, la primera del mundo dedicada a una sola ciudad.
En el libro no se eluden las cuestiones histórico-políticas, y Orhan Pamuk habla de los golpes militares que acontecían “no por miedo a los ataques de la izquierda (de hecho, en Turquía nunca ha existido un movimiento izquierdista lo bastante fuerte), sino, sobre todo, porque un día las clases inferiores y los ricos provincianos podían hacer bandera de la religión y unirse contra su estilo de vida”. Y habla de la religión, del “islam político, que tiene mucho menos que ver con ella de lo que habitualmente se cree”. Y habla de los conflictos lingüísticos: cómo han desaparecido de Estambul las lenguas que tradicionalmente se hablaban y cómo se impide en Turquía que las minorías puedan expresarse en su lengua. Sin duda su juicio por las declaraciones que había realizado al periódico suizo Tages Angeizer (en las que afirmaba que en Turquía habían sido asesinados un millón de armenios y 35.000 kurdos, y que no eran muy diferentes a las que había plasmado en El libro negro) ayudó a situarle en el primer plano de la escena literaria mundial.
El galardón sueco no premia esa opinión, sino a un poderoso narrador.
Estambul. Ciudad y recuerdos es el mejor libro de Orhan Pamuk. Mejor que Nieve y mejor que Me llamo Rojo. La existencia cierta de los protagonistas y la presencia tan rotunda de la ciudad le conceden al libro una enorme y emocionante verdad. ~
En Estambul. Ciudad y recuerdos, Orhan Pamuk cuenta su vida hasta los veinte años, en que decidió abandonar sus estudios de arquitectura para dedicarse a escribir. Habla de su infancia, vivida sobre todo en interiores. Un doble interior: su vida interior en la casa familiar; aunque también vivida los domingos en la calle, junto al Bósforo, paseando en el Ford Taurus de su padre. Habla de su adolescencia, en la que comienza su vida de flâneur, de solitario caminante por las calles entonces vacías de Estambul, y también su vida de fotógrafo, de mirón, de contador de barcos, de culposo inventor de aventuras sexuales, de lector obsesivo.
Como “recuerdos”, este primer tomo de memorias de Orhan Pamuk es estupendo. El retrato de su padre, un extraño fracasado que abandonaba el hogar familiar permanentemente, es fascinante. El retrato de su madre, que combina la ingenua credulidad con el máximo pragmatismo, es tan sesgado como seductor. El análisis de sus propias obsesiones (la existencia de un gemelo en algún otro lugar de la ciudad; el sexo; la culpa; la soledad, el río, la imaginaria “vida criminal”) completa el cuadro, vibrante.
Tan importante como el “recuerdo” es en el libro la “ciudad”: Estambul. “Al contrario que en las ciudades occidentales que han formado parte de grandes imperios hundidos –escribe Orhan Pamuk–, en Estambul los monumentos históricos no son cosas que se protejan como si estuvieran en un museo, que se expongan, ni de las que se presuma con orgullo. Simplemente, se vive entre ellos”. Esta reflexión forma parte de la teoría general sobre Estambul que defiende Orhan Pamuk: en la ciudad gobierna la amargura. La amargura se parece a la melancolía que definió Richard Burton, pero es esencialmente diferente: “Llega un momento en que, mires donde mires, la sensación de amargura se hace tan patente en la gente y en los paisajes como la bruma que comienza a moverse poco a poco en las aguas del Bósforo las frías noches de invierno cuando de repente sale el sol”. Esa amargura de los habitantes de Estambul no resulta difícil relacionarla con la clásica saudade portuguesa, en la que a la melancolía se le une la espera de un advenimiento.
Orhan Pamuk intenta racionalizar esa amargura. Analiza cómo fueron los escritores extranjeros, fundamentalmente los franceses, y en especial durante el siglo XIX, quienes forjaron la imagen de Estambul: Flaubert, Gautier, Nerval. La presentaron tópicamente exótica, pero no resultaba difícil que fuera así: había jenízaros, había harén, había palacios, había esclavos, había ruinas... En respuesta a esa interpretación exótica y extranjera respondieron unos cuantos años después algunos escritores de Estambul: en su nacionalismo, intentaron ofrecer una imagen propia de la ciudad, pero sólo lo consiguieron a medias, porque su propia construcción como escritores se basaba en buena medida en la literatura occidental, aunque tuviera anclajes en la literatura del “Diván”.
El más increíble de estos escritores turcos, y al que Orhan Pamuk dedica un retrato y un análisis muy atractivos, fue Resat Ekrem Koçu, homosexual y solitario, autor de una inacabada y fascinante Enciclopedia de Estambul, la primera del mundo dedicada a una sola ciudad.
En el libro no se eluden las cuestiones histórico-políticas, y Orhan Pamuk habla de los golpes militares que acontecían “no por miedo a los ataques de la izquierda (de hecho, en Turquía nunca ha existido un movimiento izquierdista lo bastante fuerte), sino, sobre todo, porque un día las clases inferiores y los ricos provincianos podían hacer bandera de la religión y unirse contra su estilo de vida”. Y habla de la religión, del “islam político, que tiene mucho menos que ver con ella de lo que habitualmente se cree”. Y habla de los conflictos lingüísticos: cómo han desaparecido de Estambul las lenguas que tradicionalmente se hablaban y cómo se impide en Turquía que las minorías puedan expresarse en su lengua. Sin duda su juicio por las declaraciones que había realizado al periódico suizo Tages Angeizer (en las que afirmaba que en Turquía habían sido asesinados un millón de armenios y 35.000 kurdos, y que no eran muy diferentes a las que había plasmado en El libro negro) ayudó a situarle en el primer plano de la escena literaria mundial.
El galardón sueco no premia esa opinión, sino a un poderoso narrador.
Estambul. Ciudad y recuerdos es el mejor libro de Orhan Pamuk. Mejor que Nieve y mejor que Me llamo Rojo. La existencia cierta de los protagonistas y la presencia tan rotunda de la ciudad le conceden al libro una enorme y emocionante verdad. ~
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