El peligro de atreverse a pensar
jul 1, 2013
Cuenta Diógenes Laercio en Vidas de los filósofos ilustres (II, 5) que Anaxímenes le dijo a Pitágoras:
Fuiste mucho más inteligente que nosotros al trasladarte de Samos a Crotona, donde resides en paz. Los hijos de Ayaces nos causan daños incesantes y a los milesios no nos faltan dictadores. Y terrible se nos presenta el rey de los medos, en cuanto no estemos dispuestos a pagar el tributo. Pero ya están prestos los jonios a marchar a la guerra contra los medos en defensa de la libertad de todos. Y en cuanto marchen ya no habrá esperanza de salvación. ¿Cómo, pues, podría aún pensar Anaxímenes en contemplar los cielos, estando atemorizado por la muerte o la esclavitud? Mientras, tú eres apreciado por los crotoniatas, y estimado también por los demás italiotas; incluso vienen a escucharte discípulos desde Sicilia.
Dos relevantes ideas podemos extraer de este relato: En primer lugar podemos asumir que, al igual que Tucídides en III, 82, Anaxímenes consideró que la guerra siempre aparece acompañada de las más variadas formas de violencia y hace que los hombres pierdan la fe en aquellas construcciones sociales que en tiempos de paz regulan su actuar cotidiano y amolden sus pasiones a las circunstancias imperantes. Con la amenaza y el miedo constante de los horrores de la guerra, la esclavitud, la enfermedad y la muerte no es posible encaminar la vida más allá de la inmediatez de la sobrevivencia. ¿Cómo tener la paz de espíritu necesario para contemplar el cielo y las demás maravillas de la naturaleza cuando en las fronteras del espacio urbano asedia sin descanso el enemigo? ¿Cómo centrar la vida en la contemplación y en el ejercicio acucioso del preguntar cuando la miseria, la enfermedad y la muerte acechan como aves de rapiña dispuestas a desgarrar lentamente las entrañas de la ciudad? Y haciéndonos cómplices de esa inquietud antigua nos podríamos hoy cuestionar: ¿Cómo hacerle hoy en día espacio al pensamiento crítico y creativo cuando todo nuestro horizonte de expectativas sigue inundado por el precepto triunfador del “american way of life”?¿Cómo, hoy por hoy, podemos hacer del pensamiento un arma cuando el terror de los secuestros, los descabezados, las granadas y el desmembramiento social nos mantienen aprisionados detrás de los barrotes y cerrojos de nuestras casas? Dejemos por un momento en suspenso estas interrogantes y sigamos desentrañando las palabras de Anaxímenes.
En segundo lugar es claro que para el de Mileto, Pitágoras, quien acuñó el vocablo filosofía como amor a la sabiduría, ejerció el saber de la reflexión bajo esa máxima aristotélica y, por tanto, buscó habitar en aquellas ciudades que contaran con las condiciones requeridas para el óptimo despliegue del pensamiento racional. El filosofar era para Pitágoras un saber que requiere y reclama un estado de ocio creativo, un tiempo de espera, de serenidad de pensamiento y de vida que no sólo no acepta sino que reniega de la respuesta rápida y a la mano, se resiste a la urgencia de salidas complacientes y meramente efectistas pues la exigencia del filosofar se inscribe en el incesante deseo de pregunta, en esa ansia de no saber que convierte lo familiar en extraño y que da a la filosofía ese carácter crítico que para más de uno en diversos momentos de la historia la convierte en una franca amenaza, en un aterrador peligro.
Detengámonos en este último señalamiento. El filosofar, en tanto pensamiento crítico, es una amenaza para el orden establecido. Y Pitágoras lo supo muy bien pues, siguiendo el relato de Diógenes Laercio, sabemos que Pitágoras abandonó Samos porque ansioso de aprender se aventuró lejos de su ciudad natal para adentrarse en el aprendizaje de otras lenguas, en el saber de otras religiones y en el conocimiento de otras culturas y otras formas de comprender al hombre. A su regreso a Samos ésta se encontraba bajo la tiranía de Polícrates por lo que decide, según Porfirio, marcharse a Crotona donde, junto con sus discípulos, conforma una aristocracia intelectual muy eficaz e influyente políticamente en la ciudad que provoca, en poco tiempo, el recelo y descontento de Cilón, un hombre acaudalado y tiránico, quien obliga a Pitágoras a huir de Crotona y buscar refugio en Metaponto. Los discípulos de Pitágoras que permanecieron en Crotona y continuaron con la labor política de la escuela fueron asesinados por los partidiarios de Cilón que prendieron fuego al lugar en donde tenían sus reuniones con todos ellos adentro. Callarse la boca hubiera sido quizá una opción, quizá no. Lo cierto es que decidieron no callar y por ello fue necesario silenciarlos. Eso mismo pensó Aristófanes que debió hacerse con Sócrates ya que en la comedia Las nubes incendia “El pensadero” en donde se encontraba Sócrates con sus discípulos. Todos sabemos que Aristófanes retrató a Sócrates como un sofista y que, por ello, Platón no dudó en considerar que fue el comediante el autor intelectual de la acusación y posterior muerte de su maestro.
Deshacerse del enemigo por cualquier medio. Importante lección indiscutiblemente bien aprendida a lo largo de la historia. Podríamos, sin embargo, afirmar que no necesariamente por ser filósofo estás en peligro de muerte pues los que se encuentran en la mira del orden establecido serán todos aquellos que no estén de acuerdo con éste y el disenso viene de muchas partes. Cierto. Pero no es poco significativa la lista de los filósofos (y podríamos decir de los humanistas) que vieron su vida amenazada por decir lo que pensaban aunque ello fuera contrario a lo por todos aceptado. En Una profesión peligrosa. La vida cotidiana de los filósofos griegos, Luciano Canfora relata una impactante serie de acontecimientos en donde no sólo Sócrates sino Platón, Aristóteles, Lucrecio y la neoplatónica Hipatia, por mencionar algunos, quedaron entrampados en la tensa relación que se tejió (y se teje) entre filosofía y política. Pensar no era, ni es, una actividad inocua. El pensamiento filosófico, la reflexión sobre lo que nos rodea, la interpretación que hacemos del mundo y su acontecer entraña una manera de estar en el mundo, de hacernos cargo de nosotros mismos, de lo que somos, de lo que imaginamos ser. Ese es el sentido que debemos darle a la expresión nietzscheana <<el hombre es el animal no fijado>>, es decir, un ser sin esencia, sin definición última y primera, un ser en constante construcción de sí mismo, una multiplicidad inagotable de máscaras y rostros porque hasta el “azul del cielo” se inscribe en el “gris de los comienzos”.
En Atenas, la defensa de la isegoria, de la igualdad en el derecho de tomar la palabra, y de la parresía, de la franqueza y honestidad del decir, se entremezcló con una feroz censura que utilizó las acusaciones de impiedad (asebeia) para silenciar a sus disidentes. Anaxágoras, antes que Sócrates, debió huir de Atenas para evitar ser acusado de impiedad y seguramente condenado a muerte. Y Sócrates, como sabemos, no se salvó de beber la cicuta. Al mismo nivel que el ateísmo podemos situar el temor del retorno de la tiranía y, con ella, los excesos morales de aquellos que la defienden. Tucídides en VI, 15 relata que aunque Alcibiades contaba con la consideración de sus conciudadanos cuando se enfrenta contra Nicias por la expedición a Sicilia, perdió la confianza del ciudadano medio porque “por la magnitud de los excesos a los que se entregaba en la vida diaria y por el alcance que daba a sus proyectos en cada una de las empresas en que llegaba a intervenir […estaban] convencidos de que aspiraba a la tiranía”. Y si asumimos que para el ateniense común Alcibíades no sólo frecuentaba los círculos de Sócrates, sino que era su amante en una edad en que ya eso no era bien visto, podemos entender el recelo del ateniense común hacia ese crítico inquietante que asestó su aguijón irónico tanto contra oligarcas como demócratas porque no creyó en las falsas fábricas de producción de consensos en que se funda la política y se negó a someterse acríticamente a los caprichos del demos. Cada quien su Sócrates. El de Aristófanes aparece como un peligroso sofista charlatán al tiempo que como un anti-demócrata incisivamente crítico de la tesis democrática de la superioridad del demos sobre la ley (en el caso paradigmático del juicio de las Arginusas), como sospechoso de ser aliado de la oligarquía por haber decidido “quedarse en la ciudad” cuando el golpe de estado oligárquico. Sócrates es, indudablemente, uno de los pensadores que junto con los grandes sofistas de la llamada sofística de la cultura en la que ubicamos a Protágoras, originó la llamada reacción hacia el humanismo que aconteció en Atenas del siglo V. Su pretensión, a diferencia del pensador de Abdera (al que paradójicamente la democracia también censura y condena a la quema de sus libros por su inaceptable agnosticismo) no era la defensa de la democracia sino la de un sistema de gobierno (de cada uno y de la ciudad en su conjunto) que basara sus decisiones no en la precariedad de la convención, sino en la universalidad del concepto. Lo que distingue el gesto humanista de este periodo es la preocupación por el campo de la acción moral y política de los hombres; quizá, por ello, Protágoras no dudó en asimilar la definición de hombre a la idea de ciudadano. Sócrates, por su parte, no contesta a la pregunta ¿qué es el hombre? (ya llegará Platón para definirlo) pero es indudable que desestabilizó con sus preguntas esa sinonimia hombre-ciudadano que la democracia consideraba intocable y con ello abrió campo para los ataques de un humanismo convencionalista que lo etiquetó como enemigo y lo condenó a muerte. Pensar tiene sus riesgos. Sócrates lo supo y pagó con su vida su decisión. ¿Será por ello que pasó a la historia del pensamiento como un hombre moralmente intachable?
Bibliografía.
Aristófanes. Comedias. Obra completa. Madrid, Gredos.
Canfora, Luciano, Una profesión peligrosa. La vida cotidiana de los filósofos griegos, Barcelona, Anagrama, 2002
Diógenes, Laercio. Vida, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres. Trad. José Ortiz y Sanz. Madrid, Gredos,1987.
Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso (Libros I-VIII), 4 tomos, [Introducción general, traducción y notas de Juan José Torres Esbarranch], Madrid, Gredos, 2000, [Biblioteca Básica Gredos, 15, 16, 17 y 18]